Cuando uno sale del colegio, todo el mundo espera que tengas un plan. Que sepas quién eres, qué quieres ser y cómo vas a llegar allí. Como si a los 17 o 18 años tuvieras la brújula perfecta y la madurez suficiente para decidir el resto de tu vida. La realidad es que, en ese momento, yo no la tenía. Ni la brújula, ni la claridad. Tenía sueños, sí… pero eran míos, no de manual. Y quizá por eso, desde el principio, sentí que el camino que tomé no era realmente el mío.
Siempre tuve un don para la música. No es soberbia decirlo, es la única verdad que siempre sentí con certeza. La música era mi lenguaje, mi refugio, mi lugar seguro. No necesitaba convencerme de que la amaba; era tan natural como respirar. Era el único espacio donde podía ser yo sin miedo a equivocarme, donde mi voz encontraba su lugar en el mundo. Pero cuando llegó el momento de decidir qué estudiar, mi voz quedó sepultada bajo la de los demás.
“Eso no te dará de comer.”
“Busca algo más seguro.”
“La música puede ser tu hobby, no tu trabajo.”
Y así, la melodía que me hacía sentir viva se convirtió en un ruido de fondo, mientras en primer plano aparecía una carrera convencional. Me convencí de que “era lo correcto” porque todos lo decían, pero en el fondo ya había perdido la primera batalla: la de elegir mi propio destino.
A esa renuncia se sumó otro golpe: para estudiar, tuve que irme de mi ciudad. Una ciudad que no conocía no tenía familia ahí, ni amigos, ni un rincón que me hiciera sentir segura. Venía de una crianza sobreprotectora, donde siempre había alguien pendiente de mí, y de pronto estaba sola, completamente sola. El cambio fue tan abrupto que, más que independencia, sentí abandono.
Me encontré con un mundo que no sabía manejar: administrar dinero, organizarme, decidir qué comer, cómo llegar a los lugares. El dinero, sobre todo, fue un desafío enorme. A veces se me acababa en una sola compra porque no tenía noción real de cuánto debía durar. En otras ocasiones lo gastaba mal sin darme cuenta. Y cuando me quedaba sin nada, en ocasiones me daba tanta vergüenza pedirles más a mis papás. Así que me las arreglaba como podía… hubo semanas completas en las que solo comí lentejas. Lentejas para el almuerzo, lentejas para la cena, hasta que ya no sabía si tenía hambre o solo estaba cansada de masticar lo mismo.
A eso se sumaba algo que nunca dije en voz alta: las voces alrededor. Tenía una hermana que decía que no iba a durar ni dos meses allá. Nadie apostaba nada por mí… excepto mis papás. Mi mamá me repetía que yo era grandiosa, que estaba destinada a cosas grandes. Mi papá no decía mucho, pero lo veía tan orgulloso que me parecía que, si hablaba y confesaba que no podía más, iba a convertirme en la hija más mala del universo. Sentía que, si hablaba, podía hacerlos morir de la pena.
Por eso no podía fallarles. Porque no solo era el dinero, era el orgullo, era el amor que veía en sus ojos. Ellos creían en mí como nadie más lo hacía, y yo sentía que, si no cumplía, les iba a romper el corazón. Cada vez que recibía una mala nota, la culpa me quemaba. Y no era solo frustración… era el pensamiento oscuro de que, si no era suficiente, tal vez lo mejor sería no seguir aquí.
Pero, en el fondo, lo único que quería era gritar. Gritarles que yo también podía ser grandiosa, pero en lo mío, en lo que me hacía sentir viva. Que no necesitaba seguir un camino prestado para demostrarles que valía. Quería que entendieran que dentro de mí había algo enorme, algo que ardía y pedía salir, que me empujaba a soñar en grande. Yo sabía —lo sabía con la certeza con la que se sabe que se respira— que podía llegar muy lejos si seguía mi corazón. Sentía que tenía un talento que no debía guardarse en un cajón, que podía brillar con luz propia y destacar, no por encajar en el molde, sino por romperlo. Y me dolía que ellos no lo vieran… que no pudieran imaginarme triunfando en algo que no fuera lo que habían elegido para mí. Era como estar encerrada en una jaula, viendo el cielo abierto, sabiendo que tenía alas, que no podía usar.
Y, como si todo lo anterior no fuera suficiente, el ambiente en la universidad era hostil. Se entiende que en la vida adulta nadie va a estar sobándote el lomo, pero aquello era otra cosa: humillaciones abiertas, burlas que dejaban marcas. Para las pruebas orales había que ir vestidos de manera formal. Tenía compañeros que no tenían muchos recursos y que llegaban con los mismos trajes de sus licenciaturas. Recuerdo una vez que un profesor miró a uno de ellos de pies a cabeza y le dijo: “¿Usted viene a tocar cumbia?”. Ese día quise desaparecer de la vergüenza ajena.
A mí también me tocó. Alguna vez, por no recordar un concepto de forma literal, recibí comentarios que me hicieron sentir inútil. Otras veces, por el nerviosismo, me quedaba en blanco. Ahí, frente a todos, con el silencio cortándome el aire, mientras el profesor remataba con una frase que me dejaba claro que, para él, yo no estaba a la altura.
La presión llegó a un punto en que mi cuerpo empezó a colapsar. Antes de las pruebas, me daban vómitos compulsivos, dolores de cabeza punzantes y un malestar intestinal que me dejaba completamente debilitada. No era “simple nerviosismo”: era como si mi cuerpo me gritara que no podía más. Con el tiempo, me terminé medicando para evitar vomitar, para poder dormir, para lograr llegar a la prueba sin sentir que iba a desmayarme.
Comencé a viajar casi todos los fines de semana para ver a mis papás. No podía con la depresión que me consumía estando sola en esa ciudad. Era como un salvavidas, como tomar aire para poder seguir aguantando la semana. Pero un día, en casa, me dijeron: “No más”. Como si fuera un “oye, córtala po, tienes que quedarte allá”. Lo dijeron sin maldad, pero para mí fue como si me quitaran el único respiro que tenía.
Y entonces, mi papá murió.
Sentí que el peso que ya era insoportable se hizo eterno. Porque él nunca sabría cuánto me dolía ese camino que estaba siguiendo por él. Y aun así, seguí. Seguí porque, de algún modo, me parecía que detenerme ahora sería traicionarlo incluso después de muerto. Seguí con la misma presión, con el mismo miedo a fallar, con la misma obligación invisible que me había perseguido desde el principio.