Nunca imaginé que el cuerpo pudiera gritar tan fuerte sin pronunciar una sola palabra. Que el alma, cuando ya no soporta más, se derramara por los ojos, por las manos temblorosas, por cada gesto torcido que intenta seguir aparentando normalidad.
Mi vida, en ese tiempo, era un nudo apretado que me ahogaba con la calma de quien no tiene prisa en matarte.
La relación en la que estaba se había convertido en una prisión de manipulación y silencios. Cada día me encogía un poco más, como si me borrara en cámara lenta tratando de complacer, tratando de no molestar, tratando de sostener algo que solo me desgarraba.
Mi padre era otra guerra. Un campo minado de reproches y promesas incumplidas. Cada conversación terminaba en una batalla por migajas, por una pensión que llegaba incompleta, por un derecho que tenía que mendigar. Y, más que la falta de dinero me hería la certeza de que yo no era su prioridad.
La universidad tampoco era refugio. Era un desfile de máscaras y sonrisas falsas donde todos parecían avanzar y yo apenas podía respirar. Las ideas se me evaporaban, la memoria era un cristal empañado, y cada día me sentía más torpe, más tonta, más ajena.
Vivía con mi hermana en otra ciudad. Dos niñas jugando a ser adultas en un escenario que nos quedaba grande. Ella luchaba contra el dolor constante de su enfermedad, y yo intentaba ser fuerte por ambas, aunque por dentro me estuviera desmoronando. Extrañábamos a mamá con un dolor que no sabíamos nombrar.
Y había un silencio antiguo que me perseguía.
El peso de una historia que callé desde niña, una confesión que apenas pude pronunciar a los quince años antes de enterrarla bajo miedo y vergüenza. Pero los secretos pesan, y con el tiempo se pudren por dentro. A mis veinte y tantos, ese pasado empezó a gritar con voces que no eran mías.
Hasta que un día, no pude más.
Le grité a mi madre lo que llevaba años guardando. No fue una conversación: fue una explosión. Palabras afiladas, lágrimas viejas, rabia contenida. Un volcán que había dormido demasiado. Y aunque me duele la forma, sé que ese grito fue el principio de una herida que, por fin, empezó a respirar.
Después vinieron los psicólogos. Las citas. Las horas intentando explicar lo que ni yo entendía. Había días en que salía creyendo que tal vez podría mejorar, y otros en que todo era igual o peor. Fui a la psicóloga de la universidad, luego a médicos. Me recetaron medicación. Ocho pastillas diarias.
Creí que esa rutina era esperanza. Que bastaba con tragar la tristeza y dormirla con químicos. Pero pronto me convertí en una sombra: mi cuerpo caminaba, respondía, sonreía, pero yo no estaba allí.
Ningún psicólogo lo notó.
Ninguno vio que cada vez que me sentaba frente a ellos, me sentaba también frente al pasado.
Me pedían que hablara. Que recordara. Que pusiera en palabras lo que me habían hecho.
Me decían que era necesario para sanar, que había que “procesarlo”.
Pero yo sentía otra cosa:
Que, en lugar de curar, me estaban arrancando la costra una y otra vez.
Dos veces por semana, mi cuerpo volvía al mismo cuarto, al mismo olor, al mismo miedo.
Mis manos temblaban igual.
Mi garganta se cerraba igual.
Era como morir en vivo.
Me veía desde fuera: una chica hablando con voz calma, contando cosas horribles como si fueran un informe policial. Pero por dentro, mi niña interior gritaba, lloraba, suplicaba que parara.
Ellos tomaban notas, asentían, preguntaban más.
Yo respondía, porque creía que eso era sanar.
Los días se hicieron pesados. Las noches eternas.
Mi mente era un eco que no paraba de repetir que no servía, que no valía, que no tenía sentido seguir.
Pedí ayuda. Una y otra vez. Pero a veces el dolor no se explica: solo se siente, y en su lenguaje todo parece imposible.
Recuerdo el día en que toqué fondo.
No fue un instante concreto: fue una suma de pequeñas derrotas, de días idénticos, de vacíos acumulados. Un día simplemente algo se quebró. No supe cómo contener la marea. Solo recuerdo la mirada de mi hermana. Su miedo. Y después, el silencio.
En mi última cita con el médico, lloré y le dije: “Ayúdeme, ya no puedo más”.
Él me miró con calma y me dijo que debía internarme.
Me internaron.
El médico me dijo que era lo mejor, que ahí podrían ayudarme. Yo cedi, cansada. A esas alturas, cualquier cosa que implicara no seguir sintiendo ya me parecía alivio.
Al llegar al hospital, todo era confuso. Me hicieron exámenes, me aislaron, me quitaron el teléfono. Las luces eran blancas y frías, el aire olía a desinfectante y miedo.
Una enfermera me acompañó hasta una habitación pequeña, con camas de fierro viejas y torcidas. Me miró con voz seca:
“Si te portas mal, vamos a tener que amarrarte.”
En ese momento solo quise correr. No podía creer dónde estaba.
Me preguntaba cómo había permitido llegar hasta ahí.
Me senté en la cama y lloré en silencio.
Afuera, por el pasillo, pasaban personas con distintos trastornos, algunos muy graves. Entonces lo entendí: yo no quería morir, solo quería dejar de sufrir.
Había confundido el cansancio con el deseo de desaparecer.
Uno de los niños internados se me acercó. Me miró con una mezcla de miedo y sabiduría que no correspondía a su edad.
“No dejes que el tío te toque”, me susurró, señalando a un guardia.
El horror me recorrió el cuerpo. Ese lugar no era seguro. Era otro tipo de infierno.
Ese lugar no era sanación. Era otro tipo de cárcel.
Un pozo donde el dolor de muchos se mezclaba con el descuido de otros.
No podía comer. Cuando al fin me trajeron una taza de té y un pan duro, el mismo niño me advirtió: “No te tomes el té”.
Todo parecía sacado de una pesadilla.
Y sentí miedo.
Un miedo que no era solo mío, sino el de todos los que estábamos allí, atrapados en ese limbo sin nombre.