Hay días en los que una cree que puede con todo. Que, aunque esté cansada, adolorida, con el alma hecha trizas, igual puede seguir. Que el cuerpo aguanta, que la mente obedece, que la vida se dobla pero no se rompe. Y entonces, de repente, llega el momento en que descubres la verdad más amarga: no eres de fierro. Nunca lo has sido. Y seguir exigiéndote como si lo fueras solo te arrastra más hondo.
Ayer aprendí esa lección a la fuerza.
Después de días sin dormir, con el cerebro funcionando a medias y el cuerpo temblando como si fuera de papel, tuve que rendir dos pruebas el mismo día. Dos. Como si la vida me dijera: “a ver cuánto más puedes soportar.”
La primera prueba la aprobé. No sé cómo. Era como si una versión automática de mí misma hubiese tomado el control. Contesté, hablé, resolví… y cuando escuché el “estás aprobada”, por un segundo pensé que todo el sacrificio valía la pena. Que quizás, si seguía empujándome, si seguía soportando, lo lograría todo.
Pero el cuerpo siempre cobra.
Cuando llegó la segunda prueba, ya no quedaba nada de mí. Literalmente nada. No fuerza, no aire, no estabilidad. Mi cuerpo simplemente dijo basta.
Y ahí, en ese pasillo frío de la universidad, mientras intentaba convencerme de que podía dar un paso más, entendí algo que no había querido mirar: estaba al límite. Sentía cómo las piernas me temblaban, cómo el corazón latía rápido y torpe, cómo el aire se volvía más grueso y más difícil de tragar. Todo dentro de mí gritaba: “detente.” Pero yo seguía avanzando como si fuera una obligación, como si rendirme significara defraudar a todos.
Fue en ese instante, antes incluso del desmayo, cuando el miedo me atrapó por completo.
Ese miedo silencioso y devastador de sentir que en cualquier momento iba a fallar.
A fallar la prueba.
A fallar mis metas.
A fallarles a mis papás.
Mientras caminaba hacia la sala, luchando por mantenerme en pie, sentí la presión que llevo cargando hace años: la necesidad de no decepcionar a nadie, de demostrar que puedo, que soy fuerte, que soy capaz. Aunque por dentro me estuviera rompiendo.
Y ahí, justamente ahí, antes de que el mundo se me oscureciera, pensé en ellos.
Y cuando ese pensamiento se clavó en mi pecho, cuando sentí que ya no podía fingir más fortaleza, el mundo se apagó.
Me desmayé en la sala.
Había salido a tomar un poco de aire porque sentía que algo dentro de mí estaba cediendo, como si mi cuerpo fuera de vidrio a punto de romperse. Pero aun así, volví a entrar. Porque siempre vuelvo. Porque siempre trato de seguir, aunque vaya temblando, aunque me duela hasta respirar.
Di dos pasos hacia mi asiento y, de un momento a otro, el mundo se oscureció.
No hubo preámbulo.
Solo un vacío que me tragó.
Y mi cuerpo, cansado de sostenerse, se desplomó.
Cuando desperté, las voces se escuchaban lejanas, como si vinieran desde un túnel. Alguien me sostenía, alguien preguntaba si estaba bien. Pero lo único que sentí, más fuerte que el susto, más fuerte que el dolor, fue culpa.
Esa culpa silenciosa y corrosiva que llega siempre que mi cuerpo falla.
Esa culpa que pesa más que cualquier diagnóstico.
Porque no me duele solo caer.
Me duele lo que creo que significa caer para los demás.
Siento que estoy al borde de decepcionar a mis papás todo el tiempo.
Mi papá se fue al cielo con un sueño vivo en las manos: verme convertida en abogada.
Esa fue una de las últimas ilusiones que sostuvo por mí, incluso cuando yo ya no tenía fuerzas para sostener nada. Él se imaginaba en mi titulación, sonriendo con orgullo, diciéndome que lo logré. Nunca lo dije en voz alta, pero me aferro a eso como si fuera un ancla.
Y cuando mi cuerpo colapsa así, cuando me desarmo sin poder evitarlo, aparece ese miedo que tanto trato de ocultar:
¿Y si no lo logro?
¿Y si le fallo incluso después de muerto?
Yo sé que él no me exigiría perfección. Yo sé que me amaría incluso quebrada.
Pero saberlo no elimina el miedo.
Saberlo no borra la sensación de que estoy fallando en cumplir el último deseo de alguien que ya no está.
Y mi mamá…
Mi mamá es otra historia de amor y dolor que cargo todos los días.
Ella sigue luchando, aun con sus propias enfermedades. Sigue avanzando cuando su cuerpo le pide descanso. Sigue apostando por mí aunque la vida le haya dado mil razones para detenerse.
A veces, verla así también duele.
Duele porque siento que no puedo fallarle.
Duele porque sé cuánto ha sacrificado, cuánto ha soportado, cuánto ha postergado por ese sueño que ella y mi papá sembraron en mí.
Y mi hermana…
Mi pequeña.
La que no debería cargar con esto.
La que no debería verme caer, ni desmayarme, ni romperme.
La que miro y pienso: “tú mereces una hermana fuerte, no esta versión mía que se desploma en medio de una prueba.”
Por eso también duele tanto.
Y entonces, cuando me desmayé, no pensé en mí.
Pensé en ellos.
En cómo mi papá no alcanzó a verme con toga.
En cómo mi mamá, incluso enferma, sigue luchando para que ese sueño se cumpla.
En cómo mi caída podría romperles el corazón más de lo que ya está roto.
Ese día entendí algo que me dolió más que la caída:
Me estoy exigiendo hasta destruirme porque no quiero decepcionarlos.
Porque amo tanto, tanto, que me olvido de mí.
Pero la verdad —esa verdad que me golpeó en el suelo— es que no fracaso por desmayarme.
Fracaso cuando ignoro mis límites.
Fracaso cuando me obligo a seguir como si no fuera humana.
Fracaso cuando creo que su amor depende de mis notas, de mis pruebas, de mis logros.
No estoy fallando por caer.
Estoy fallando por no escucharme.
Y este capítulo, este cuerpo rendido en el suelo, este miedo que llevo cargando hace años, me enseñó algo que todavía estoy aprendiendo a aceptar: