Kael Estrada
Yo estaba tranquilo.
Café en mano.
Guardia en paz.
Pensando en que hoy podría ser un buen día si me mantenía alejado de pensamientos no profesionales.
Katharina del Sol y su maldita sonrisa.
Entonces se sentó frente a mí el doctor Daniel Vera.
—¿Cómo va todo con tus mocosos? —me dijo, robando un paquete de galletas de mi charola.
—No me pagan lo suficiente.
—Ni a mí.
Y ahí, entre broma y broma, soltó LA frase.
—Ayer vino una de tus maestras.
—¿Qué?
—Una profe. Veintitantos, flaquita, pelo castaño, ojos que dan miedo si los frunce mal. Muy simpática. Se llama... ¿Katharina?
Yo. Me. Quedé. Frío.
—¿Katharina del Sol?
—Esa.
—¿Vino a verte?
—Sí. Tenía síntomas leves. Le mandé análisis.
Lo dijo como quien comenta el clima.
Yo apreté la taza.
—¿Y qué tenía?
—Todavía no lo sé. Estoy justo por revisar los resultados.
Se levantó como si nada. Caminó hacia su consultorio.
Y yo lo seguí.
No porque me importe.
Ni porque no me importaba que no me haya buscado.
Mentira.
Me importaba.
Y mucho.
Daniel abrió su computadora. Tecleó.
Entró a su sistema.
La ficha decía: “Del Sol, Katharina”.
—Te aviso que esto es confidencial —me dijo con una ceja levantada.
—Solo quiero asegurarme de que esté bien.
—¿Eso le dices a todas tus maestras?
—No.
—Ajá.
Leímos juntos.
Glucosa: normal.
Presión: ligeramente baja.
Hemoglobina: baja.
Hierro: bajo.
Diagnóstico probable: anemia leve.
—Lo sabía —murmuré.
—¿Eh?
—Nada.
Daniel se me quedó viendo.
—Te importa.
—Es mi paciente… indirectamente.
—No es tu paciente.
—Es la profesora del niño que trato.
—Y tú estas celoso de que haya venido y no te haya buscado.
No respondí.
Porque sí.
Exactamente eso.
—¿Y tú? —me preguntó—. ¿Qué vas a hacer con eso?
—Nada.
—¿Nada?
—No soy su doctor. No tengo derecho.
—Pero sí tienes interés.
Silencio.
—Kael, si te gusta, dejá de actuar como si no.
—No me gusta.
—¿Entonces por qué estás leyendo sus análisis de sangre como si fueran poesía?
Lo odié un poco.
Porque tenía razón.
Me fui del consultorio de Daniel con la cabeza hecha un desastre.
Ella tiene anemia.
Está débil.
Y no se lo dijo a nadie.
¿Por qué no vino a mí?
No, idiota. No es tu responsabilidad.
No es tu paciente.
No es tu problema.
Entonces, ¿por qué estás caminando al lobby como si esperaras encontrarla de casualidad?
Ahí va Kael Estrada:
Con su bata blanca.
Su cara seria.
Y su corazón comportándose como un idiota adolescente.
Entonces la vi.
Sentada en una esquina. Sola.
Con una carpeta en las manos.
No me vio al principio.
Estaba leyendo algo. Su rostro serio.
Sus cejas fruncidas.
Y una sombra bajo sus ojos que no había notado antes.
Estaba cansada.
Y no lo decía.
Lo ocultaba como todo lo demás.
Y entonces levantó la vista.
Y me vio.
Su expresión fue un poema de tres versos:
Sorpresa.
Incomodidad.
Y… algo más.
—¿Qué hacés acá? —preguntó cuando me acerqué.
—Trabajo acá.
—Yo también. Soy astronauta y vine por café intergaláctico.
—No sabía que tenías cita.
—¿Tienes control de las entradas ahora?
Su sarcasmo seguía intacto.
Pero su voz…
Su voz no sonaba fuerte como siempre.
Sonaba más baja.
Más real.
Me senté. Sin pedir permiso.
—¿Estás bien?
—Estoy bien.
—Mientes horrible.
—Y tú no tienes derecho a preguntar.
Silencio.
De esos que duelen.
Yo no debía estar ahí.
Ella no quería verme.
Pero algo en sus ojos…
decía otra cosa.
—Leí tus análisis —solté.
No lo planeé.
Simplemente salió.
Ella se congeló.
—¿Qué?
—Daniel es amigo mío. Me lo dijo.
—¿Y te pareció bien revisar mis cosas?
—No. Pero igual lo hice.
Se puso de pie, molesta.
Pero antes de que se fuera, dije: