Préstamo para antes de Dormir

I: La librería

“¿Quién está ahí? Desde siempre me estás observando. Quise tener miedo tantas veces, pero nunca lo conseguí. Ahora es sólo curiosidad, eres un misterio que quiero resolver. Mi vida entera es un tributo a lo inusual, pero he sido yo la que observa… y no me gusta estar del otro lado. ¿Por qué huyes cuando parece que estoy por alcanzarte? ¿A qué le temes? No importa lo lejos que te empeñes en correr, jamás te vas de mis sueños. Cuando cierro los ojos sé que estarás allí, así como en cada cosa que no puedo ver. Como el instante más oscuro de la noche, justo antes del alba.”

 

El día esta vez se había levantado cálido, sin motivo aparente para ello. Los colores de la noche aún cubrían al cielo parcialmente cuando el sol hizo su aparición tras el horizonte. Para muchos fue inolvidable, una plegaria escuchada, un buen presagio; sin embargo hubieron otros que cerraron las ventanas al presenciar el amanecer.

En el reloj del local pasaban de las 08:00. Pensando en todo cuanto faltaba por hacer, la joven de cabello rubio no se percató de que el cable de la aspiradora se había enredado con uno de los libreros pequeños. Cuando movió el aparato todos los libros rodaron por el piso.

- ¡¿Por qué me sucede esto?! – exclamó -. ¿Dónde están los demás?

- Es lunes – le contestaron en un igual tono de mal humor -. Ya llegarán… a las nueve supongo.

- ¡Justo para abrir! ¿Y la limpieza qué? No es justo.

La otra joven, ésta de un largo cabello negro, se quedó un rato mirando hacia las vitrinas del local. Algunos rayos de sol se filtraban desde el exterior.

- No te quejes – dijo al fin -. Hay cosas peores que hacer la limpieza, como un día soleado por ejemplo.

A la hora indicada la librería abrió sus puertas. Por tratarse de finales de junio era casi natural que no haya demasiados clientes, y de estos en su mayoría lucían mayor interés por los peluches que por los libros.

- Miren, creo que alguien va a comprar el conejo color rosa – dijo otra de las empleadas, en tono afligido -. Yo lo quería para mí.

- Después le pides a Kevin que haga otro, seguro no va a negarse.

- No es necesario – intervino Graciela -. Si le haces saber que lo quieres es seguro que se lo quitará al cliente de las manos.

- ¿Por qué haría eso? – preguntó Catherine.

Las otras chicas se sonrieron en silencio.

- Hilda, ven ayúdame con las cajas que llegaron. Es mucho trabajo para mí.

- ¡Hey! ¿Por qué yo? Ni Catherine ni Kevin ayudaron en la limpieza.

- Kevin está atendiendo, y Catherine… - Graciela se interrumpió mientras la citada se enroscaba el cabello. Parecía tener la vista en el vacío.

- De acuerdo – dijo Hilda, resignándose -. Pero seré la primera en tomar el turno para almorzar.

En una vista panorámica podía notarse lo amplio del local. A los lados de la entrada, dos grandes aparadores muestran varias obras. El de la derecha acostumbra lucir títulos nuevos, así como mostrar el libro más vendido del mes; esta ocasión ha sido El Principito de Antoine de Saint-Exupery. A la izquierda se ubica un muestrario de cuadernos, carpetas, y otros útiles escolares.

Desde la puerta, y del lado izquierdo encontramos la caja registradora para los libros, y del lado contrario la de los animales de felpa, al que le sigue su respectivo stand. Entre el gran espacio abierto del medio está la mesa y el mueble de lectura. Todo el resto del local hacia atrás está lleno de filas de altos libreros, separados según las categorías de las obras. Desde los que llegan al fondo no se puede ver la parte delantera, y más bien quedan cerca de la oficina –que está del lado derecho.

En el personal constan Graciela para atención al cliente, Hilda que se ocupa del teléfono -anotando los pedidos-, Catherine que está en caja, y Kevin en el stand de peluches -y encargado de las entregas a domicilio-. El dueño del local es padre de Graciela, y quien está a cargo es ella. Durante los tiempos más tranquilos del año, como el presente, no suele haber problemas al disponer de sólo una persona en ventas. Sin embargo, en ciertas ocasiones resulta insuficiente.

La librería ya había cerrado. Los demás se marcharon y Graciela prefirió quedarse un rato más, primero ordenando los libreros y luego, como le era costumbre, leyendo allí en medio del silencio.

Cada cambio de manecilla en el reloj producía eco en la media luz del espacio. Ese ambiente lúgubre le parecía a Graciela de lo más reconfortante para su concentración. Iba ya por la página 87 de El Alquimista cuando escuchó un ruido proveniente de los libreros de atrás.




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