Préstamo para antes de Dormir

III: Nuevas presencias

 

Primer lunes de julio. El viaje en bus se hizo infinitamente más largo esa mañana, como si el universo anduviera en cámara lenta. Las calles permanecían desiertas por lo temprano del día. Apenas daban las 06:30 cuando Graciela entró en la librería. Ni siquiera la compañía de Ariel le bastó para poder descansar la noche anterior.

Lo primero que hizo fue colocar de vuelta los tres mismos libros fuera de lugar. ¿Por qué siempre los mismos? Dentro de sus páginas debía de haber algún mensaje que descubrir. Un pueblo que se queda sin niños, una sirena que se vuelve espuma y un espíritu condenado a no descansar en paz. El final no feliz era por ahora el único punto en común entre ellos. Quienquiera que fuera el responsable, era evidente su tristeza y soledad.

Como a la media hora llegó Kevin, con tres creaciones nuevas para poner en la estantería.

- Si me llevo algunos de noche y los regreso en la mañana el fantasma no podrá llevárselos.

Buena idea. El conejo, el oso panda y la tortuga eran muy bonitos como para desaparecer.

- ¿Para quién es el gato? – preguntó Catherine -. Es el más bonito.

Los demás no se habían dado cuenta de su llegada.

Graciela dio media vuelta y se disculpó diciendo que tenía otras cosas por hacer. Viró en la primera esquina de un librero.

- Eres muy amable al dejarlos solos – se le apareció Ariel.

- ¿Qué haces aquí?

- Estaba preocupado – se acercó -. No dormiste bien anoche.

- Estoy bien – fingió ella mientras sacudía por costumbre los libros -. Es mejor que te vayas.

Ariel pareció distraerse, mirando de un lado a otro del pasillo.

- ¿Qué pasa?

- Nada – volvió él a mirarla. Seguro que ocultaba algo, pero desapareció antes de podérselo preguntar.

Graciela regresó a su labor. Hasta las 09:30 se realizaron más de diez pedidos, y todo iba en orden. Era una mañana de bastante actividad.

- Como puede ver – atendía Graciela a una cliente – tenemos tres presentaciones de Cien años de soledad. Una en particular es versión resumida, para estudiantes de colegio.

Un joven iba entrando en ese momento. Era alto y bastante atractivo, pero parecía un poco sospechoso por su manera de vestir, de traje negro. Sus ojos tenían el mismo color y apenas un tenue brillo se distinguía en el fondo de la pupila. Su cabello castaño y piel ligeramente bronceada contrastaban con lo que –de otra manera– hubiese sido un aspecto desolador.

- La dejo para que tome su decisión – se excusó Graciela con la clienta.

Caminó hasta donde el joven, mientras fabricaba una de sus más encantadoras sonrisas de vendedora.

- Buenos días, ¿le puedo ayudar en algo?

- ¿Dónde está la oficina?

Ella quedó un momento en silencio, analizando esa contestación. El tono del joven fue frío y déspota, parecido al de su padre cuando llega a inspeccionar el negocio. Le hizo una señal a Hilda para que se ocupara de los clientes, y a Catherine para que la sustituya en el teléfono.

- Tú eres Isaías.

- Y por el tono de autoridad, supongo que tú eres Graciela.

- Ven conmigo – dijo ella, con un mal presentimiento a cuestas.

Lo escoltó hasta la oficina, situada en la parte trasera del local. Después de comprobar los datos le entregó una copia de las llaves.

- Son bastante confiados – notó él al tomarlas -. ¿Qué impide que cualquiera de los empleados entre a robar?

- Tenemos cámara de seguridad – respondió Graciela de mal humor -. Además aquí somos como una familia, ninguno sería capaz de hacer algo así.

- ¿Y los incidentes?

- Puedo mostrarte los videos. Eso si quieres ver libros y animales de felpa flotando y desapareciendo.

Isaías no supo qué contestar.

- Mi padre no sabe de eso – agregó ella, adivinando lo que estaría pensando el otro -. Da igual.

Miró el reloj de la oficina, donde eran cerca de las 10:00.

- Entiendo que eres chef.

- Soy contador.

Graciela espero por la explicación.

- Mi padre es chef, y lo he observado toda la vida. Pero no soy chef titulado.




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