Septiembre llegó con ese aire fresco que anuncia cambios. Man-wol, con el corazón acelerado y una mezcla de emoción y nervios, cruzó las puertas de la universidad en España. El campus era un laberinto de edificios modernos y jardines antiguos, lleno de estudiantes de todas partes del mundo. Su madre la había despedido con un abrazo y un —Te quiero, mi niña—, y su padre le había regalado un cuaderno nuevo, “para que escribas tus propias historias”. Man-wol lo guardó en su mochila como un talismán.
El verano había sido intenso. Entre trabajos temporales, visitas a la abuela y largas conversaciones con sus padres sobre el futuro, Man-wol había sentido la presión de crecer. A veces, en las noches calurosas, releía la carta de Hyun y soñaba con la próxima primavera, aunque sabía que ese deseo debía esperar.
En Seúl, Hyun también comenzaba su primer año de universidad, pero su rutina era diferente. Las clases se mezclaban con reuniones en la empresa familiar, donde su padre esperaba que aprendiera el negocio desde dentro. El verano había sido una sucesión de responsabilidades y pocas sonrisas, pero Hyun se aferraba a las fotos del grupo y a las promesas de volver a verse.
Haneul, en Daegu, enfrentaba sus propias batallas. Comenzó la universidad en la carrera de Medicina, como sus padres querían, pero aún tenía presente su sueño de dedicarse a la música. Cada día, después de clases, practicaba piano en casa de un amigo, quien apoyaba su pasión por la música. El verano había sido una lucha constante entre lo que quería y lo que se esperaba de ella.
Minjun, en Estados Unidos, había pasado el verano trabajando en una cafetería y ahorrando para comprar su propio equipo de DJ. Sus padres lo animaron a empezar en la academia de música, lo cual le sorprendió, pero que aceptó con gusto.
Ha-Ru, en Busan, se encontraba aprendiendo técnicas increíbles en el nuevo curso culinario que estaba cursando. El verano lo había pasado entre amigos y algún que otro trabajo temporal, aunque a veces extrañaba la complicidad del grupo.
Zara, en París, vivía la universidad con la misma libertad de siempre, sin temor al qué dirán. El verano lo había pasado viajando y descubriendo nuevas formas de arte, aunque siempre encontraba tiempo para enviar fotos y mensajes al grupo.
Y así, entre exámenes, sueños y nostalgias, todos esperaban con ansias la llegada de la primavera. Porque, aunque el mundo fuera grande y las responsabilidades muchas, habían prometido reunirse una semana en el pueblo que siempre los unió, bajo los cerezos en flor.