Octubre había llegado a Madrid con su aire fresco y el crujir de hojas bajo los pies. El parque frente a la casa de Man-wol se vestía de tonos ocres y dorados, tan distintos del rosa vibrante de los cerezos coreanos que aún habitaban su memoria. Seis meses habían pasado desde la última primavera, desde la despedida apresurada y el adiós definitivo a su abuela. El dolor, aunque más silencioso, seguía presente, como una melodía suave en el fondo de sus días.
La vida había seguido su curso. El grupo de amigos, disperso por el mundo, ya no hablaba tanto como antes. Al principio, tras la noticia del accidente, los mensajes de apoyo y cariño no faltaron: palabras cálidas, fotos, canciones, pequeños gestos que ayudaron a Man-wol a atravesar los días más grises. Pero el tiempo, las clases y las nuevas responsabilidades hicieron que las conversaciones se volvieran más esporádicas. Ahora, entre exámenes y trabajos, solo quedaban los saludos en fechas importantes, algún meme compartido y la promesa tácita de que, a pesar de la distancia, seguían siendo familia.
Ya todos estaban en su segundo año de universidad o academia. Cada uno, inmerso en su propio ritmo, seguía creciendo y cambiando, aunque la nostalgia por los días compartidos seguía presente. A veces, Man-wol se preguntaba cómo estarían los demás, imaginando a Zara entre pinceles y galerías, a Ha-Ru inventando recetas nuevas, a Minjun mezclando música en algún club, a Haneul desatando sus nudos con los sueños de sus padres, y a Hyun… siempre Hyun, entre la universidad y la empresa familiar.
Esa tarde de octubre, al volver de la universidad, Man-wol encontró un sobre en el buzón. Reconoció la letra de Hyun de inmediato. Subió a su cuarto, se envolvió en una manta y, sentada junto a la ventana, dejó que la carta le devolviera, aunque fuera por un instante, el calor de la primavera pasada.
Querida Man-wol:
No sé si estas palabras llegarán en el momento correcto, pero necesitaba escribirte. Quise darte esta carta en persona, o al menos decírtelo por videollamada, pero no me atreví. Cuando supe lo de tu abuela, sentí que lo mejor era esperar. No quería que mis sentimientos interfirieran en tu duelo.
Lamento tanto tu pérdida. Recuerdo cómo hablabas de ella, de su risa y de sus historias. Sé que era tu raíz y tu refugio. Pensé en ti cada día, pero me pareció egoísta hablar de lo que siento cuando tú estabas enfrentando tanto.
Ahora, después de estos meses, solo quiero que sepas que la primavera pasada, bajo los cerezos, quise decirte que te extrañaría más de lo que podía admitir. Que tu forma de ver el mundo me enseñó a ser valiente, aunque a veces no lo parezca.
Gracias por enseñarme a sentir, a esperar, a creer en las promesas. Ojalá la vida nos dé otra oportunidad, aunque sea bajo otros árboles. Si alguna vez quieres volver, aquí estaré.
Y si no, siempre serás mi mejor recuerdo de juventud.
Con cariño,
Hyun
Man-wol cerró los ojos, dejando que las palabras de Hyun llenaran el silencio otoñal de su cuarto. Afuera, el viento agitaba las hojas secas y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que la tristeza se mezclaba con una esperanza suave, como un brote nuevo en medio del otoño.
Sacó de su cajón la flor seca que había guardado del pueblo y la colocó sobre la carta. Sonrió, agradeciendo a su abuela, a Hyun y a la vida, por enseñarle que incluso en otoño, cuando todo parece terminar, puede nacer algo nuevo.