La nieve cubría el pueblo como un manto de silencio y luz. Era Navidad, y el aire olía a leña, a galletas recién horneadas y a promesas cumplidas. Man-wol llegó la tarde del 24, su maleta repleta de abrigos, regalos y una emoción nerviosa que le hacía latir el corazón con fuerza. Hyun la esperaba en la estación, con las manos en los bolsillos y una sonrisa que parecía derretir el frío.
—Pensé que no vendrías —dijo él con una sonrisa pícara, apenas la vio.
—Siempre cumplo mis promesas —respondió Man-wol con la misma picardía, y el abrazo que se dieron fue largo, cálido, lleno de todo lo que no se habían dicho en meses.
La casa de siempre los recibió con el crujido familiar de la madera y el aroma de los recuerdos. Decoraron juntos el árbol, colgaron luces en las ventanas y compartieron risas mientras preparaban chocolate caliente. Afuera, la nieve seguía cayendo, aislando el mundo y creando un refugio solo para ellos.
Esa noche, después de cenar, se sentaron junto al fuego. Hablaron de todo y de nada: de la universidad, de los nuevos amigos, de las ausencias y los sueños. Hyun sacó una caja pequeña de su mochila, la cual había estado mirando todo el día, como si guardara un tesoro en ella.
—Esto es para ti. No es gran cosa, pero… —dijo, entregándole un colgante con una pequeña flor de cerezo de plata.
Man-wol lo miró, conmovida.
—Es perfecto —susurró.
El silencio entre ellos era cómodo, pero cargado de electricidad. Afuera, el reloj del pueblo marcó la medianoche. Hyun la miró, y en sus ojos Man-wol vio reflejados todos los inviernos y primaveras que habían compartido.
—Man-wol… —empezó, pero ella lo interrumpió, acercándose hasta que sus rostros quedaron a centímetros.
—Yo también te he extrañado —dijo, y el primer beso llegó como una promesa largamente esperada: suave, tembloroso, pero lleno de verdad. El mundo pareció detenerse, y solo existían ellos dos, el calor del fuego y la nieve cayendo tras la ventana.
Esa noche durmieron juntos, abrazados, compartiendo secretos y caricias tímidas, descubriendo el amor sin prisas ni palabras grandes. El pueblo, testigo de tantas despedidas, ahora era escenario de un encuentro que ambos sabían que cambiaría todo.
Los días siguientes fueron un torbellino de felicidad sencilla: paseos por el bosque nevado, risas en la cocina, cartas escritas a mano y promesas susurradas bajo las mantas. Celebraron el Año Nuevo con uvas, fuegos artificiales y una lista de deseos compartidos.
La mañana del primer día del año, el sol entraba tímido por las cortinas. Man-wol y Hyun, aún medio dormidos, escucharon un golpe en la puerta. Se miraron, sorprendidos.
—¿Esperas a alguien? —preguntó ella.
Hyun negó con la cabeza, pero antes de que pudiera decir algo más, la puerta volvió a sonar. Al abrir, se encontraron con la figura imponente del padre de Hyun, el rostro serio y la mirada inquisitiva.
El silencio se hizo espeso, y el frío de la mañana pareció colarse en la casa.
—Tenemos que hablar —dijo el padre, y por un instante todo se detuvo.