Primera Base , Primer Amor

Capítulo 1: Lluvia, café... y una estrella caída del cielo

Stacy Rivera tenía dieciocho años y una mirada llena de sueños. Vivía en un pequeño pueblo llamado Oakridge, donde todos se conocían por nombre, y los días pasaban lentos entre campos de maíz, bicicletas oxidadas y tardes doradas de verano. Su vida era sencilla, pero no por eso menos hermosa. Su madre decía que Stacy tenía el corazón demasiado grande para un pueblo tan pequeño, y tal vez por eso ella pasaba las noches escribiendo cartas a un futuro que aún no conocía.

Trabajaba medio tiempo en la cafetería de su tía, un lugar acogedor al final de la calle principal llamado “El Rincón de Violet”. Entre vitrinas llenas de pasteles, paredes color lavanda y el constante aroma a café tostado, Stacy encontraba refugio mientras ahorraba para su primer semestre en la universidad.

Aquel sábado por la tarde, el cielo se había cerrado de golpe. La tormenta llegó sin aviso, empapando las calles y atrayendo a los vecinos hacia el calor de la cafetería. Stacy, con su delantal de flores y su cabello castaño recogido en una trenza floja, atendía mesas con la misma dulzura con la que hablaba de sus libros favoritos.

Fue entonces cuando él entró.

Al principio no lo notó. Era solo otro cliente empapado, con gorra oscura y chaqueta deportiva. Se sentó cerca de la ventana, dejando su mochila en el asiento vacío junto a él. Llevaba gafas de sol, aunque afuera llovía. Cuando Stacy se acercó, sintió que su presencia era diferente. No por su ropa ni por su apariencia física —aunque era innegablemente atractivo—, sino por la forma en que todo a su alrededor parecía detenerse un segundo.

—¿Qué desea tomar? —preguntó con voz suave, mientras sacaba su pequeña libreta.

Él alzó la vista, bajándose los lentes con lentitud. Tenía unos ojos color miel que parecían haber visto demasiado y, aun así, guardaban una chispa traviesa.

—Un café negro. Y si ese pastel de manzana es tan bueno como huele… tráeme un trozo grande.

Stacy asintió con una sonrisa. No tenía idea de quién era él. Pero desde el otro extremo del local, dos adolescentes murmuraban con emoción creciente.

—¡Es él! —susurró una de ellas con los ojos muy abiertos—. ¡Es Mateo Rivera! ¡El jardinero de los Dodgers!

La confusión se reflejó en el rostro de Stacy. ¿Mateo Rivera? Ella no seguía el béisbol. No tenía tiempo para eso entre el trabajo, los estudios y los sueños aplazados. Pero en cuanto su prima Emily salió corriendo desde la cocina con el celular en mano, no le quedó duda.

—¡Stacy! ¡Estás sirviéndole café a Mateo Rivera! ¡Estuvo en la Serie Mundial el año pasado! ¡Es una súper estrella!

Ella se volvió a mirarlo. Sí, ahora lo reconocía. Había visto su rostro en una valla camino a Charlotte. Pero allí, empapado, con una sonrisa tímida y una mirada tranquila, no parecía una celebridad. Parecía… humano.

—¿Mateo Rivera, verdad? —dijo mientras dejaba el café sobre la mesa—. Mi prima está a punto de desmayarse. Pero no te preocupes, aquí nadie te molestará… bueno, tal vez solo un poco.

Mateo rió. Tenía una risa cálida, profunda, que hizo vibrar algo en el pecho de Stacy.

—Gracias. Solo buscaba un lugar tranquilo. Este parece perfecto.

—Lo es —dijo ella, mordiéndose el labio—. Aunque los pasteles pueden ser peligrosamente buenos.

Mateo la miró con más atención. Estaba acostumbrado a miradas admiradas, autógrafos, chicas que buscaban fama o una foto para redes. Pero esta chica era distinta. No lo trataba como una estrella. Lo trataba como a un hombre cualquiera que había entrado buscando refugio de la lluvia.

—¿Y tú cómo te llamas? —preguntó, curioso.

—Stacy. Stacy Rivera.

Mateo alzó una ceja, divertido.

—¿Rivera? Qué coincidencia. Tal vez somos familia y no lo sabíamos.

Ella sonrió, y durante un segundo, todo el bullicio del café pareció desvanecerse. Solo estaban ellos dos, una taza de café humeante y una mirada que decía más de lo que cualquiera se atrevía a confesar.

Lo que ninguno sabía era que ese encuentro bajo la lluvia no sería el último. Que aquel día ordinario estaba a punto de marcar el inicio de algo extraordinario.




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