Primera Base , Primer Amor

Capítulo 2: El regreso

El sol volvió a salir al día siguiente, pero Stacy no pudo dejar de pensar en él. Todo el domingo, mientras limpiaba las mesas o servía café, su mente regresaba al instante en que Mateo la miró directamente a los ojos y dijo su nombre. ¿Lo había soñado? ¿O de verdad había reído con ella como si no fuera famoso, como si fuera solo un chico en busca de paz?

No esperaba volver a verlo.

Pero él sí volvió.

El lunes a las 4:17 p.m., la campanilla de la puerta sonó, y cuando Stacy levantó la vista, allí estaba él. Sin lentes oscuros, sin gorra. Solo Mateo. Y traía algo en la mano: una pequeña libreta de notas y una pluma.

—¿Otra vez por aquí? —dijo ella, con una sonrisa más contenida que la anterior.

—No podía dejar de pensar en el pastel de manzana —bromeó él, sentándose en la misma mesa de antes—. Y en la chica que me lo sirvió.

Stacy sintió que algo en su estómago se estremecía, como cuando uno baja de golpe en una montaña rusa.

—¿Te gustó tanto, o solo estás escapando de los autógrafos?

Mateo la miró con expresión sincera.

—A veces uno necesita un lugar donde nadie espera nada de ti. Donde puedas respirar. Tú me diste eso sin saberlo.

Ella no supo qué decir. Se limitó a dejarle el café sobre la mesa, con una servilleta donde, sin pensarlo demasiado, escribió algo:

"A veces, el mejor juego no se juega en un estadio."

Mateo la leyó y sonrió. Era la primera vez en meses que alguien le hablaba sin mencionar jonrones, récords o su salario.

—¿Siempre escribes cosas así? —preguntó, tocando la servilleta con cuidado.

—Solo cuando me siento un poco valiente.

—Entonces me alegro de haberte hecho sentir valiente.

Pasaron casi dos horas conversando. Hablaban de cosas sencillas: películas favoritas, libros, qué se siente atrapar una pelota voladora o preparar 20 cafés en una hora. Mateo le contó sobre su infancia en Puerto Rico, su miedo escénico cuando era niño, su debilidad por los sándwiches de mantequilla de maní.

Stacy le confesó que quería estudiar literatura, aunque no sabía cómo pagar la universidad. Que le gustaban los días nublados y escribir historias que nunca terminaba. Que los chicos del pueblo le parecían aburridos, todos iguales.

—¿Y yo? ¿También soy como todos los demás?

Ella levantó la vista, con una media sonrisa.

—No. Tú eres... inesperado.

En ese momento, alguien pasó por la ventana y lo reconoció. Una pareja de turistas se acercó tímidamente y pidió una foto. Mateo accedió, educado, pero sus ojos buscaron a Stacy mientras lo hacían, como si temiera que el hechizo se rompiera.

Y quizá se rompió un poco.

Pero cuando terminó, volvió a sentarse, más cerca de ella esta vez.

—¿Puedo volver mañana?

Stacy lo miró con los ojos brillantes, la voz temblorosa pero firme:

—Solo si traes hambre. Y no solo de pastel.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.