Primera Base , Primer Amor

Capítulo 3: Más allá del ruido

Los días siguientes, Mateo apareció casi a la misma hora. Sin avisar. Sin escoltas. Sin cámaras. Solo él, con su cuaderno, sus ojos cálidos y una calma que parecía ajena a su vida real. El café se volvió su escondite. Y Stacy, sin saberlo, se convertía en algo más que una mesera con sonrisa fácil.

Ella intentaba mantenerse firme, recordarse que él era solo un cliente más, que su mundo no estaba hecho para estrellas fugaces como él. Pero era difícil cuando él la miraba como si cada palabra suya mereciera ser escuchada. Como si ella fuera el respiro que llevaba tiempo buscando.

—¿Qué escribes en ese cuaderno todo el tiempo? —preguntó ella un miércoles por la tarde, mientras le dejaba un té de canela.

Mateo lo giró hacia ella. Una hoja llevaba su nombre. Y debajo, un dibujo torpe pero dulce: ella sirviendo café con una sonrisa distraída.

—No soy buen dibujante —admitió él—. Pero así te veo.

Stacy sintió cómo le temblaban los dedos. No estaba acostumbrada a ser mirada con tanto detalle. Nadie en su vida había intentado capturarla en papel.

—Es bonito… y raro —dijo, bajando la vista—. No creo que nadie me haya dibujado antes.

—Entonces ya era hora.

Pasaron la tarde hablando de cosas pequeñas: música, miedos, cómo él extrañaba ver el mar sin que alguien le pidiera una selfie. Stacy le contó que a veces se sentía invisible, incluso en su propia casa. Que había aprendido a brillar sin hacer ruido.

Y Mateo la miró como si entendiera perfectamente lo que eso significaba.

Cuando se fue, dejó una nota en la caja de propinas:
"Tienes luz propia. No dejes que nadie te la apague."

Al día siguiente, ella lo esperó sin admitirlo. Se peinó diferente. Eligió un labial más suave. Su tía lo notó.

—¿Tienes una cita con alguien? —preguntó con una sonrisa suspicaz.

—No —mintió Stacy, recogiendo tazas—. Solo... me gusta verme bien.

Pero Mateo no apareció ese día. Ni el siguiente.

Y el silencio la apretó como una cuerda invisible.

Viernes, 6:33 p.m.

El café estaba más vacío de lo normal. Stacy estaba limpiando una mesa cuando la campanilla sonó. Miró con rapidez. No era Mateo. Era un hombre de traje, con una tableta en la mano. Se dirigió al mostrador y preguntó directamente por ella.

—¿Stacy Rivera?

—Sí… ¿por qué?

—Trabajo con el equipo de relaciones públicas de los Dodgers. Mateo Rivera le dejó esto.

Era un sobre sellado. Ella lo tomó con manos temblorosas. El hombre ya se había ido cuando lo abrió. Dentro, una nota escrita con su letra apretada:

“Tuve que irme. Emergencia del equipo.
No quería desaparecer sin decir adiós.
Volveré, si me dejas.
No sabes cuánto lo necesito.
– M.”

El corazón de Stacy se apretó. No sabía qué pensar. ¿Era esto real? ¿O una promesa bonita que se disolvería como el vapor de un café olvidado?

Esa noche no durmió.

Una semana después...

Stacy volvió a su rutina, pero algo había cambiado. Cada esquina del café la hacía recordarlo: la silla donde se sentaba, la forma en que miraba por la ventana, los dibujos torpes en su libreta. Sentía una falta absurda, como si algo le hubieran quitado antes de que pudiera nombrarlo.

Hasta que una tarde, al salir a tirar la basura detrás del local, lo encontró allí.

Mateo. Con jeans, camiseta sencilla y la misma sonrisa cansada.

—No sabía si querrías verme —dijo él, sin moverse.

Ella se quedó quieta. El corazón acelerado, los ojos ardientes.

—No sabía si volverías.

—Cumplo lo que prometo.

—Eso dicen todos —murmuró ella.

Hubo un silencio cargado. Luego él se acercó, lento, como si cruzar esa distancia pudiera arruinarlo todo si lo hacía mal.

—¿Puedo invitarte a caminar? Solo caminar. Sin promesas.

Stacy lo miró largo rato. Su corazón quería gritar que sí, pero su miedo se aferraba fuerte. Sin embargo, algo más fuerte aún se impuso.

Asintió.

Y esa tarde, caminaron por las calles tranquilas del pueblo. Sin cámaras. Sin fama. Solo dos personas que, poco a poco, se estaban atreviendo a sentir.




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