Primera Base , Primer Amor

Capítulo 4: El juego de los valientes

El sábado amaneció con un cielo despejado y un rumor nuevo en Oakridge. La cafetería estaba más llena de lo habitual, y no por los pasteles. Se había corrido la voz de que Mateo Rivera, la estrella de los Dodgers, había estado allí. Algunos pensaban que era mentira. Otros que había sido una coincidencia. Pero Stacy sabía la verdad: él había vuelto por ella.
Y ahora la invitaba a ver uno de sus partidos, como si quisiera abrirle una puerta a su mundo.

—¿Estás segura de que vas a ir? —preguntó su amiga Julie mientras Stacy se amarraba las zapatillas.

—Sí —dijo con firmeza, poniéndose una gorra beige sobre su trenza y alisando su camiseta sencilla—. Pero no voy por el juego. Voy porque… me importa.

Había elegido unos jeans ajustados, una camiseta blanca con una chaqueta liviana azul, y sus Converse favoritas. Nada glamuroso, nada fuera de lugar. Mateo la había conocido tal como era, y así pensaba seguir.
Ni tacos, ni vestidos. Solo Stacy.

Él le había dejado un sobre con cuatro boletos para el partido de esa noche. Asientos cerca del dugout. Sin presiones, sin condiciones.
Solo una frase escrita a mano:
“Si vienes, será el mejor juego de mi temporada.”

El estadio la impresionó desde el primer momento. Las luces, el bullicio, la música que sonaba entre jugada y jugada. Estaba sentada junto a Julie, Cami y otra amiga, todas emocionadas. Pero Stacy tenía la mirada puesta en el campo… o mejor dicho, en él.

Mateo estaba calentando con su equipo. Llevaba el uniforme de los Dodgers, el número 27 en la espalda, y se movía con soltura, como si ese fuera su hogar. Aun así, cuando alzó la vista y la vio en la grada, sonrió. Le hizo un gesto breve, casi imperceptible, pero solo para ella.

—¡Te vio! —dijo Julie bajito—. ¡Te miró como si fueras su amuleto de la suerte!

Stacy sintió las mejillas arder, pero no respondió. Por dentro, el corazón le golpeaba fuerte. Él la había visto entre miles. Y eso la hacía sentir infinitamente viva.

El juego fue vibrante. Mateo atrapó una pelota casi imposible en el jardín derecho, robó una base con agilidad felina y conectó un doble que hizo estallar a la multitud. Cada vez que regresaba a la banca, Stacy notaba cómo buscaba su mirada.

No importaban los flashes, ni las cámaras, ni los fanáticos:
ella era su punto de referencia.

Al final del partido, una asistente del equipo las escoltó a un área privada detrás del estadio. Un pasillo silencioso, paredes llenas de fotos enmarcadas, vitrinas con pelotas firmadas… y luego, él.

Mateo apareció sin gorra, con una toalla al cuello, el cabello alborotado y una sonrisa cansada pero luminosa.

—Sabía que vendrías —le dijo a Stacy directamente.

—Jugaste increíble —respondió ella, un poco intimidada por todo el entorno—. No sabía que el béisbol podía ser tan… intenso.

—Tú hiciste que lo fuera.

Ella bajó la mirada. A pesar del ruido, del ambiente nuevo, Mateo la miraba como si nada de eso existiera. Solo ella. Solo ese momento.

—¿No te sientes raro trayendo chicas de pueblo a tus partidos? —preguntó ella, sin sarcasmo, solo curiosidad.

—Nunca he traído a nadie. Y tú no eres solo una chica de pueblo.

Entonces, sin pensarlo demasiado, él se acercó. No de golpe, no invadiendo. Su mano rozó la de Stacy, apenas, y luego, entre sus dedos, encajó los suyos. Fue un gesto simple, pero tan íntimo que Stacy se quedó sin aire.

—¿Está bien? —preguntó él, buscando su aprobación en su mirada.

Ella asintió lentamente. No necesitaba palabras. Su piel hablaba por ella.

Detrás, las amigas de Stacy conversaban con jugadores y sacaban fotos, pero ella y Mateo se habían apartado del ruido. Caminaron juntos, sin decir demasiado, sin soltar las manos.

Fue entonces cuando Mateo se detuvo. La miró con esa expresión serena que tenía cuando no necesitaba impresionar a nadie.

—Cuando estoy contigo, no me siento como un jugador de béisbol. Me siento como un hombre que quiere que lo conozcan de verdad.

Stacy tragó saliva. Algo dentro de ella temblaba, pero no de miedo. De intensidad.

—Y yo… quiero conocerte —dijo ella, casi en un susurro.

Él sonrió, y su pulgar acarició el dorso de su mano. Fue su primer roce verdadero. No hubo beso, ni promesas vacías.
Pero hubo algo más poderoso: la sensación de estar empezando algo que podría cambiarlo todo.




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