El lunes por la mañana, Stacy regresó al café con el corazón aún flotando por el recuerdo del partido. No dejaba de pensar en la forma en que Mateo le había tomado la mano, en cómo se sintió cuando él le acarició los dedos sin prisa, como si hubiera estado esperando ese momento desde hacía tiempo.
Sus amigas no paraban de hablar del juego, de los jugadores que conocieron, de las selfies y los mensajes directos en redes. Pero Stacy estaba en silencio. Sonreía sin decir nada, guardándose cada emoción como si fuera un tesoro que temía romper si lo compartía.
No fue hasta la tarde que recibió un mensaje. Mateo nunca le escribía antes del mediodía, como si respetara su rutina de trabajo.
📩 Mateo Rivera:
“¿Te gustaría salir mañana? Solo tú y yo. Prometo un día sin multitudes. Sin fotos. Solo… calma.”
Ella tardó diez minutos en responder. No porque dudara, sino porque su corazón palpitaba tan rápido que necesitó calmarse antes de escribir algo coherente.
📩 Stacy:
“Sí. Me encantaría.”
Martes, 10:14 a.m.
Mateo pasó a buscarla en una camioneta gris sin logos. Llevaba gafas de sol, una camiseta básica y una gorra hacia atrás. Stacy se subió al vehículo sin maquillaje, en jeans claros y una camiseta azul marino. Llevaba una mochila con una botella de agua, su cuaderno de dibujo y una libreta donde escribía desde niña.
No sabía a dónde iban, pero no le importaba.
—¿Te gustan los lagos? —preguntó él mientras tomaban la carretera que salía del pueblo.
—Nunca he estado cerca de uno —respondió ella, mirando por la ventana.
—Entonces hoy vas a tener tu primera vez.
Después de una hora de camino entre colinas y árboles espesos, llegaron a un lugar escondido, casi mágico. Un lago rodeado de pinos, con un muelle viejo y una pequeña cabaña de madera a unos metros del agua.
—¿Cómo conociste este lugar? —preguntó ella, maravillada.
—Lo encontré una vez mientras escapaba del ruido. Lo guardé para cuando necesitara volver a respirar.
Se sentaron en el borde del muelle con los pies colgando. Stacy se quitó los tenis y dejó que el agua le rozara los dedos. Mateo se sentó a su lado, sin tocarla, pero cerca. Lo suficiente para que su presencia se sintiera.
El silencio era agradable. No incómodo. Solo el canto de las aves, el susurro del viento entre los árboles, y sus respiraciones acompasadas.
—Nunca imaginé que un jugador profesional tendría momentos así —dijo Stacy, rompiendo suavemente el silencio.
—Yo tampoco. Pero uno aprende a buscarlos. O a perderse.
Él tomó una piedra plana y la lanzó al agua. Saltó tres veces antes de hundirse.
—¿Qué perdiste, Mateo? —preguntó ella, sin filtros.
Él bajó la mirada. No respondió de inmediato.
—Mi padre murió cuando yo tenía catorce —dijo finalmente—. Era quien me enseñó todo sobre el béisbol. Era mi fan número uno. Después de eso, todo lo que logré… fue con un vacío adentro. A veces la gente piensa que porque tienes éxito, todo está bien. Pero no siempre lo está.
Stacy lo miró con los ojos húmedos.
—Yo perdí a mi hermana mayor cuando tenía once —confesó—. Era mi mejor amiga, mi ejemplo. Un accidente de auto. Desde entonces, nunca volví a ser la misma. Me volví más reservada. Más… precavida con lo que siento.
—¿Te cuesta confiar?
—Mucho. Especialmente cuando siento que alguien podría romperme.
Mateo la miró con ternura.
—No quiero romperte. No te lo mereces.
—Tú tampoco —susurró ella.
Hubo un momento de silencio cargado. Luego, él acercó su mano, despacio, y la colocó sobre la de ella. Esta vez Stacy no tembló. Entrelazó sus dedos con los suyos con suavidad.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo ella.
—Siempre.
—¿Qué te hizo buscarme después del primer día en el café?
Mateo sonrió sin soltar su mano.
—Porque cuando me miraste, no vi admiración. Vi curiosidad. Como si quisieras conocerme más allá del uniforme. Y eso… eso no me pasaba hace años.
Stacy tragó saliva.
—Me sigues dando miedo.
—¿Por qué?
—Porque cada vez que te conozco más… quiero conocerte aún más.
Mateo se acercó un poco más. Sus frentes casi se tocaron.
—Yo también quiero eso. Pero a tu ritmo. No voy a apresurar nada.
No hubo beso. No aún. Solo una caricia en la mejilla, lenta, con el dorso de los dedos. Y luego, un abrazo. Largo, profundo, como si dos piezas de un rompecabezas finalmente se hubieran encontrado.
Pasaron el resto de la tarde allí. Hablaron de tonterías, de canciones viejas, de lo que harían si nadie los estuviera mirando nunca. Rieron. Se quedaron callados. Se miraron.
Fue la primera vez que Stacy se sintió completamente segura en brazos de alguien.
Y cuando cayó la noche y él la dejó en casa, no hubo palabras de más. Solo una mirada cómplice y un susurro desde la ventanilla abierta:
—Gracias por confiar en mí.
Ella sonrió.
—Gracias por enseñarme que aún se puede.