Pasaron dos semanas desde aquella tarde en el lago. Dos semanas de mensajes, llamadas nocturnas y encuentros breves que parecían eternos. Mateo tenía entrenamientos casi todos los días, pero aún así encontraba la forma de verla, aunque fuera por media hora, aunque fuera solo para tomarse un café en silencio.
A veces se quedaban en la camioneta, solo hablando. O caminaban por los campos de las afueras del pueblo, tomados de la mano. No había nada oficial entre ellos, pero ambos sabían que estaban construyendo algo real.
Una mañana, Mateo la sorprendió con un nuevo mensaje:
📩 Mateo Rivera:
“¿Tienes planes para mañana? Quiero que vengas conmigo al estadio. Pero esta vez, no solo como espectadora…”
📩 Stacy:
“¿Y como qué?”
📩 Mateo:
“Como alguien importante para mí.”
Stacy se quedó leyendo ese mensaje más de una vez. No era una declaración explícita. Pero lo decía todo.
Día del encuentro
Mateo la pasó a buscar temprano. Ella vestía unos jeans oscuros, una camiseta blanca ajustada con una chaqueta ligera azul marino, y una gorra que él mismo le había regalado con el logo del equipo. No intentó impresionar con nada más. Quería ser ella. Solo ella.
Durante el camino, Mateo se veía más nervioso de lo habitual. Jugaba con sus llaves, se acomodaba la gorra, incluso tarareaba canciones sin sentido. Stacy lo notó.
—¿Tú, nervioso? —preguntó con una sonrisa—. ¿Qué clase de criaturas míticas vas a presentarme?
—Solo a mis compañeros —respondió él, medio serio—. Pero no quiero que sientas presión. Es mi mundo, y no quiero que te sientas fuera de lugar.
—Entonces no me sueltes la mano.
Mateo sonrió. Y no la soltó.
Cuando llegaron al estadio, la seguridad los dejó pasar sin detenerse. Entraron por un acceso exclusivo que daba directamente a las áreas internas del equipo. Stacy se sentía fuera de lugar entre tantos pasillos blancos, gente con radios y uniformes, pero Mateo no la soltó ni un segundo.
La llevó primero a los vestidores. Algunos jugadores ya estaban allí, cambiándose, bromeando, otros estirando. Cuando lo vieron entrar con ella, hubo un silencio breve. Luego, uno de ellos se acercó.
—¡Ey! Así que tú eres la famosa Stacy —dijo un jugador alto, con sonrisa de galán—. Mucho gusto. Soy Tony.
—¿Famosa? —preguntó ella, confundida.
—Mateo no ha dejado de hablar de ti estas semanas —dijo otro, desde su casillero—. Que si la chica del café, que si el mejor pastel de manzana, que si la mirada más linda de Carolina del Norte…
—¡Cállense ya! —intervino Mateo, entre risas, con las mejillas encendidas.
Stacy, por su parte, no sabía si reír o esconderse detrás de él. Pero algo en ese momento la hizo sentirse especial. Porque sí, ese era el mundo de Mateo, ruidoso, competitivo, lleno de egos… pero ella estaba allí, de la mano con él, y no como una extraña, sino como alguien que empezaba a encajar.
Después del vestidor, Mateo la llevó al campo. Estaban en práctica antes del partido. Le puso un guante en la mano y le enseñó, entre risas, cómo atrapar una pelota sin romperse una uña.
—¡Así! No mires el sol, sigue la sombra —le dijo, mientras lanzaba la pelota suavemente.
Ella atrapó una. Luego otra. Hasta que en la tercera, él se acercó para corregir su postura, colocándose detrás de ella, guiándole los brazos con sus manos. Su cercanía hizo que Stacy olvidara por completo la pelota. Solo sentía su respiración, su voz en el oído, su olor a césped, madera y colonia.
—¿Así? —preguntó ella con un hilo de voz.
—Perfecto —susurró él, y no se apartó.
Esa fue su primera caricia lenta, sin manos, sin palabras… solo con presencia.
—
Después, se sentaron en el banquillo a ver la práctica. Uno de los entrenadores se acercó y saludó a Stacy con respeto.
—Ella es diferente —le dijo a Mateo en voz baja, sin saber que Stacy lo escuchaba.
Él solo asintió.
—Lo sé.
—
Al terminar la jornada, Mateo la acompañó de vuelta a la camioneta. El sol caía sobre el estadio, pintando el concreto de dorado.
—¿Estás bien? —preguntó él, preocupado.
—Más que bien. Me hiciste sentir parte de algo más grande. Y eso… eso es nuevo para mí.
Él se quedó mirándola. Como si pensara decir algo, pero lo contuviera.
—¿Qué ibas a decir? —preguntó ella, dándose cuenta.
Mateo bajó la mirada. Luego volvió a subirla, directo a sus ojos.
—Solo que… cada vez me cuesta más imaginar mis días sin ti.
Stacy sintió que el corazón se le llenaba de calor. Pero no dijo nada. Solo se acercó y lo abrazó. Un abrazo lento, profundo, sin prisa. De esos que dicen lo que las palabras aún no pueden.
Aquella noche, al llegar a casa, Stacy no se cambió de ropa ni se desmaquilló. Se tumbó en la cama, abrazando su almohada, recordando cada instante.
Él la había llevado a su mundo.
Y no se había perdido.