Primera Base , Primer Amor

Capítulo 8: Donde el alma toca piel

La cena benéfica había terminado hacía poco. Las luces del salón seguían titilando en el recuerdo, las risas aún resonaban en los oídos de Stacy, y la música suave de los últimos bailes seguía viva en su pecho. Pero ahora todo estaba en silencio.

Mateo la llevó de la mano hasta el estacionamiento. No dijeron nada. No hacía falta. Bastó con que se miraran para que ella supiera que algo había cambiado esa noche. Había un fuego diferente en sus ojos, una tensión dulce y contenida, como si los dos supieran lo que vendría y lo desearan con la misma intensidad.

—¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó él, apenas audible.

Stacy lo miró y negó con la cabeza.

—No. Llévame contigo.

La camioneta se desvió del camino al pueblo. Tomaron una ruta conocida para él: hacia la cabaña junto al lago. Stacy reconoció el paisaje que Mateo le había mostrado semanas atrás, pero esta vez todo era distinto. No estaban escapando del ruido. Estaban buscando intimidad, solo para ellos.

Dentro de la cabaña, la chimenea ya estaba encendida. Una luz suave envolvía todo el espacio con tonos cálidos. Mateo puso música tenue —una melodía de jazz lento y sensual— y fue a buscar dos copas de vino.

Stacy se quedó de pie junto al fuego, con su vestido azul aún puesto, el cabello algo suelto, las mejillas encendidas por el recuerdo de su primer baile y por la expectativa de lo que venía.

Mateo volvió con las copas. Le ofreció una sin decir nada. Ella la aceptó. Brindaron en silencio, mirándose. Fue Stacy quien dejó primero la copa sobre la mesa.

—Quiero que esta noche sea nuestra. Sin miedos, sin dudas.

Mateo se acercó y deslizó sus dedos por su mejilla. Luego, muy lentamente, la besó. Un beso profundo, tranquilo, lleno de respeto y deseo. La abrazó, sus cuerpos alineándose sin esfuerzo, como si ya supieran cómo encajar.

Él deslizó la cremallera de su vestido con suavidad, y Stacy dejó que cayera sobre la alfombra sin mirar atrás. No hubo palabras. Solo miradas, respiraciones que se aceleraban, caricias que comenzaban a explorar sin prisa. Él también se despojó de su traje, revelando no solo su cuerpo atlético, sino también su vulnerabilidad.

Cayeron juntos sobre la cama, envueltos en la luz del fuego y la sombra de las ramas en la ventana. Mateo besó su cuello, su hombro, sus clavículas. Stacy arqueó la espalda al sentir su piel contra la suya, la calidez de sus manos recorriéndola como si cada centímetro fuera sagrado.

Se amaron despacio al principio. Como quien descubre un lenguaje nuevo. Luego, más intensamente, con cuerpos entrelazados que hablaban el uno del otro sin decir palabra. Stacy temblaba, no de miedo, sino de emoción. Mateo susurraba su nombre como si fuera una plegaria.

Era la primera vez. Pero no se sentía como tal. Se sentía como algo que habían esperado toda la vida. Como si sus almas hubieran recordado algo que sus cuerpos recién aprendían.

Los jadeos se confundían con el crujir de la madera y el murmullo del viento. Las sábanas blancas se enredaban entre sus piernas. Las caricias no paraban, incluso cuando ya no quedaban palabras.

Cuando todo fue calma, Stacy quedó recostada sobre su pecho. Mateo le acariciaba el cabello con ternura.

—Nunca había sentido algo así —susurró ella, con la voz apenas audible.

—Ni yo —dijo él—. No así. No tan real.

Él la besó en la frente y la abrazó más fuerte, como si al soltarla pudiera perderla. Afuera, el lago reflejaba la luna. Adentro, el silencio era perfecto.

Y esa noche, entre sábanas, fuego y miradas, Stacy supo que no solo se habían amado. Se habían elegido.




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