Primera Base , Primer Amor

Capítulo 9: El amanecer de lo nuestro

El sol comenzó a filtrarse por la ventana de la cabaña, tiñendo de oro las sábanas revueltas y los cuerpos aún entrelazados. Stacy abrió los ojos lentamente, como si no quisiera despertar del sueño. Pero no era un sueño. Mateo estaba ahí, dormido a su lado, respirando tranquilo, con un brazo rodeándola como si su subconsciente supiera que debía protegerla.

Ella lo observó en silencio. Lo veía distinto. Más humano. Más suyo.

Mateo parpadeó lentamente, con una sonrisa perezosa dibujándose en sus labios.

—Buenos días, cielo.

—Buenos días —susurró ella, acariciándole la mejilla con la yema de los dedos.

Hubo un silencio suave, tibio, como si las palabras fueran innecesarias.

—¿Dormiste bien? —preguntó él.

—Como nunca —respondió ella—. Como si al fin todo tuviera sentido.

Mateo se incorporó un poco y la besó en la frente.

—Te preparé algo.

—¿Cuándo?

—Antes de que despertaras. No pude dormir mucho. Tenía demasiadas cosas bonitas en la cabeza.

Ella rió, cubriéndose un poco con la sábana.

—No digas esas cosas. Me haces querer llorar.

—¿Y si te beso hasta que se te pasen las ganas?

—¿Y si me da por quedarme aquí para siempre?

Él no respondió. Solo la miró. Pero esa mirada decía “Hazlo. Quédate.”

Bajaron juntos a la cocina. Mateo había hecho pan tostado, café, y revuelto un par de huevos. Nada lujoso. Pero Stacy nunca había sentido tanta ternura por un desayuno.

Se sentaron en la pequeña terraza de madera, mirando el lago.

—¿Qué pasará cuando volvamos al pueblo? —preguntó ella, con una nota de duda por primera vez.

—Nada malo —dijo él—. Pero quiero que seas consciente de algo… Si seguimos así, en algún momento saldremos en fotos. La gente hablará. Y tu vida cambiará un poco.

—¿Y tú estás listo para eso? —preguntó ella—. Porque a mí me da miedo. No por ti. Sino por lo que puedo perder de mí misma.

Mateo la miró con honestidad. Sin disfrazar nada.

—Estoy listo para intentarlo. Estoy listo para ti. Pero no quiero que pierdas nada. Quiero que ganes. Quiero que todo lo que vivas conmigo te sume. Si alguna vez eso cambia, tienes que decírmelo.

Stacy lo abrazó. Lenta, profundamente.

—Me asusta todo esto —confesó en voz baja—. Pero tú me haces sentir valiente.

—Y tú me haces sentir en casa —susurró él contra su cuello.

Pasaron el resto del día caminando alrededor del lago, descalzos, hablando de sus infancias, de los sueños que aún no habían dicho en voz alta, de libros, de películas tontas, de canciones que los hacían llorar.

Por la tarde, Stacy se tumbó en una manta sobre el césped mientras Mateo tocaba acordes sueltos en una guitarra que tenía en la cabaña.

—¿Desde cuándo tocas? —preguntó ella, sorprendida.

—Desde que mi papá me enseñó. Es lo único que me queda de él.

—¿Me tocas algo?

—Si prometes no reírte.

—Lo prometo.

Mateo empezó a tocar una melodía lenta, imperfecta, pero llena de emoción. Y Stacy se quedó viéndolo, sabiendo con cada fibra de su cuerpo que se estaba enamorando. No de un jugador. No de una estrella. De un hombre. De un alma. De una historia.

Esa noche, regresaron al pueblo con el corazón lleno.

Y aunque aún no lo sabían, esa paz que vivieron juntos sería un ancla… porque muy pronto, el mundo real tocaría la puerta con fuerza.




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