Primera Base , Primer Amor

Capítulo 15: Donde empieza el siempre

Volvieron a casa el lunes por la tarde. Mateo con la chaqueta del equipo colgada del brazo y Stacy abrazada a una pequeña bolsa de papel que Carmen le había puesto en las manos: “algo dulce para cuando estés sola”, le dijo con un guiño.

El viaje de regreso fue tranquilo, pero cargado de emociones que ninguno se apresuró a poner en palabras. La victoria en Nueva York era importante. El jonrón. El encuentro con la familia. Las miradas. Las sonrisas. Todo. Pero lo más valioso de aquel fin de semana no estaba en los titulares ni en las fotos compartidas. Estaba en los silencios compartidos, en el orgullo calmo de sentirse parte de algo más grande.

Cuando llegaron a Oakridge, Mateo tomó su mano antes de bajar del auto.

—¿Puedo quedarme contigo esta noche?

Stacy no respondió con palabras. Solo lo miró… y asintió.

El apartamento estaba en silencio, bañado por la suave luz de las lámparas de esquina. Stacy se quitó los zapatos al entrar y fue directamente a la cocina. Mateo la observó, con esa expresión que mezcla ternura y deseo contenido.

—¿Tienes hambre? —preguntó ella.

—Solo de ti —respondió él, sin rodeos.

Stacy rió bajito, sin girarse. Pero sus mejillas se encendieron como si llevara fuego debajo de la piel.

—Mateo…

—No tienes que decir nada —interrumpió él, acercándose—. Solo quiero estar contigo. Sin prisa. Sin expectativas. Solo… estar.

Ella se giró y lo encontró a centímetros. El aire entre ambos se volvió espeso. No como una tormenta, sino como el preludio de algo inevitable.

—Me asustas un poco —admitió Stacy, con la voz apenas audible—. Porque cada vez que me tocas, siento que algo en mí se transforma.

Mateo le acarició la mejilla.

—A mí me pasa igual. Pero no te toco para cambiarte… sino para conocerte mejor.

La besó. Despacio. Sin apuro. Como si el mundo no tuviera que moverse más allá de ese instante.

La noche avanzó en susurros. Se quitaron la ropa como quien se despoja del miedo. Lento. Con manos temblorosas, pero seguras. Cada caricia fue un reconocimiento. Cada mirada, un contrato tácito de respeto.

Stacy descubrió en Mateo una dulzura feroz. Y él, en ella, una valentía silenciosa que lo desarmó.

Se amaron sin palabras grandilocuentes, sin juegos de poder. Solo con la sinceridad de dos cuerpos que se sabían nuevos… y sin embargo destinados.

Cuando todo se volvió calma, Stacy se acurrucó contra su pecho, y él le acariciaba el cabello en silencio.

—No quiero que esto se acabe —dijo ella.

—No tiene por qué —respondió él, con los labios en su frente—. No si seguimos eligiéndonos cada día.

—¿Y si la vida nos complica? ¿Y si aparecen más fotos, más Emma, más… todo?

—Entonces nos sentamos, nos miramos, y lo resolvemos. Juntos. Como hoy.

Pasaron un rato largo en silencio. Luego, Stacy se levantó, fue a su pequeña estantería y sacó su cuaderno de tapas azules.

—¿Qué es eso? —preguntó Mateo, aún desnudo bajo la sábana.

—Donde escribo lo que no digo. Pero quiero que leas esto.

Le tendió una hoja. Él la leyó en voz alta:

“A veces creo que no sé amar. Que mi forma de querer es torpe, callada, llena de pausas.
Pero contigo… contigo me descubro valiente.
Porque no hay más ruido que tu voz, ni más luz que tu paciencia.
Si esto es amor, entonces por fin entendí por qué tanto miedo antes.
Porque ahora… ya no quiero perderlo.”

Mateo dejó el papel sobre la mesa y la abrazó por la cintura.

—No sabía que escribías así —susurró.

—No sabía que alguien podría inspirarme a hacerlo otra vez.

Él la besó. Esta vez con menos urgencia. Con la promesa clara de que la historia recién comenzaba.

Esa noche, no hubo promesas vacías ni planes apresurados.
Solo dos almas acostadas bajo una misma manta.
Respirando al mismo ritmo.
Construyendo un nosotros.




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