Primera Base , Primer Amor

Capítulo 16: Millas, mapas y nosotros

La primavera se despedía de Oakridge con flores deshojadas y viento cálido. Mateo ya lo sabía desde hacía semanas, pero aún no había reunido el valor para decirlo. O quizás estaba esperando el momento justo. Uno que, tal vez, no llegaría nunca.

Fue en una tarde cualquiera, sentados en el porche del café, cuando lo soltó con voz serena:

—Me voy de gira.

Stacy lo miró, pestañeando como si no entendiera del todo.

—¿Por cuánto tiempo?

—Tres meses. O un poco más si llegamos a la final.

El silencio se hizo espeso, pero no tenso. Stacy bajó la mirada, cruzó los brazos sobre el pecho. Respiró hondo.

—¿Por todo el país?

—Sí. 24 ciudades. 33 partidos. Una locura. Pero es lo que hay. La temporada se pone intensa. Y no puedo quedarme atrás.

Ella asintió, sin forzar la sonrisa. Lo entendía. De verdad. Lo amaba precisamente por eso: por su pasión, por su compromiso, por ser quien era.

Pero la distancia… dolía antes de comenzar.

—¿Y nosotros? —susurró.

Mateo se acercó, le tomó la mano y apoyó su frente contra la de ella.

—Nosotros seguimos. No sé cómo, ni con cuántas llamadas, ni cuántas veces te vas a enojar porque me duermo con el celular sin batería. Pero sigo siendo tuyo, Stacy. Y si tú me esperas, yo vuelvo por ti.

Ella no respondió de inmediato. Solo le acarició la nuca y cerró los ojos.

—Entonces tráeme imanes de cada ciudad. Y una postal. Una. Aunque sea ridícula. Escríbeme lo que ves. Así me llevas contigo.

Mateo rió bajito.

—Trato hecho.

La gira comenzó en San Diego. Luego Seattle, Denver, Chicago… Cada ciudad era un mar de luces, entrevistas, fanáticos eufóricos, hoteles impersonales. Mateo se esforzaba por mantenerse centrado, pero extrañaba la calma de Oakridge, el aroma del café por la mañana, y la risa suave de Stacy cuando leía sus mensajes.

Ella, por su parte, se volvía experta en husmear el calendario del equipo. Sabía en qué estado amanecía Mateo cada día, qué hora era allí, cuántas horas duraba el vuelo. Y aunque a veces la conexión fallaba, o Mateo no podía responder de inmediato, el cariño nunca disminuía.

Cada mañana, Stacy encontraba una postal en su buzón, enviada días antes desde algún rincón del país.

“Boston es gris, pero pensé en tus ojos bajo la lluvia. Te extraño.”

“Houston es calurosa, pero tu abrazo lo era más.”

“En Nueva Orleans comí algo picante y pensé que tú y yo tenemos más sabor que esta ciudad entera.”

Y junto a las postales, llegaban los imanes. Cada uno con una forma distinta, una pequeña historia.

El refrigerador de Stacy se fue llenando de color. Y su corazón, de amor paciente.

Pero no todo era fácil.
Hubo días en que Mateo colapsó. Como en Filadelfia, cuando la presión del partido y el agotamiento lo dejaron sin fuerzas ni sonrisas. Esa noche, la videollamada fue muda. Stacy solo lo miró, mientras él se dejaba caer sobre la almohada.

—¿Sabes qué haría ahora mismo? —susurró él.

—¿Qué?

—Escuchar tu voz mientras me quedo dormido. Como una canción que solo yo puedo oír.

—Entonces duerme. Yo me quedo.

Y se quedó. En la pantalla, en la distancia, leyéndole fragmentos de libros, recordándole cosas sencillas. Hasta que él se quedó dormido. Y ella también.

En el mes dos, Mateo sorprendió a Stacy con algo más: un pequeño diario de viaje, escrito a mano, donde contaba cada día con sinceridad brutal. Cosas simples:

“Hoy discutí con el entrenador. Me sentí frustrado. Pero luego miré una foto tuya y recordé por qué lo doy todo.”
“Me preguntaron si estoy saliendo con alguien. No respondí. Porque tú no eres 'alguien'. Eres mi persona.”
“Soñé contigo. Estabas en las gradas, como en Nueva York. Y me sentí invencible.”

Y un día, inesperado, Mateo regresó. Solo por 48 horas. El equipo tenía una pausa antes de su última serie de partidos. No avisó. Solo apareció en la puerta del café, con una caja de postales en una mano… y una sonrisa rendida.

—Te traje todas las ciudades. Pero vine por ti.

Stacy corrió hacia él. No le importaron los clientes, las miradas ni la harina que tenía en el delantal.

—Tonto —dijo, abrazándolo fuerte.

—Un tonto enamorado —respondió él, enterrando el rostro en su cuello.

Esa noche, no hubo grandes declaraciones. Solo dos cuerpos que se reencontraron en una cama familiar.
Con cicatrices de la distancia.
Y la certeza de que el amor real se mide en kilómetros, pero también en gestos pequeños.

La gira no había terminado.
Faltaban ciudades, partidos, vuelos. Pero Mateo y Stacy ya sabían algo:
El amor no es solo estar juntos.
Es elegir no soltarse, incluso cuando la distancia parece interminable.

Esa noche, el deseo no fue tímido ni contenido. Fue voraz, como si los días separados hubieran encendido una hoguera imposible de apagar. Mateo la desnudó lentamente, con manos que conocían cada rincón, cada curva, cada suspiro contenido. Stacy arqueó la espalda al sentirlo besarle el vientre, como si cada caricia borrara los kilómetros recorridos, como si el mapa de su piel fuera el único territorio que él deseaba conquistar.

La llevó a la cama sin dejar de mirarla, devorándola con los ojos antes de hacerlo con los labios. Las sábanas se deslizaron por el suelo como testigos silenciosos de lo que allí ocurría: un reencuentro de cuerpos que no buscaban placer efímero, sino fusión, entrega, fuego. Stacy lo rodeó con las piernas, lo atrajo hacia sí, y Mateo entró en ella con la lentitud de quien sabe que el tiempo ya no importa. Solo la respiración agitada, los jadeos contenidos, el ritmo que se aceleraba entre beso y beso.

Se amaron como si el mundo pudiera acabarse al amanecer. Con pasión cruda, con gemidos compartidos que se mezclaban con las palabras que él murmuraba en su oído: “Te soñé”, “Te extrañé”, “Eres mía”. Y ella respondía con la piel, con las uñas marcándolo, con el cuerpo ofreciéndose una y otra vez. Cuando finalmente alcanzaron juntos ese punto donde todo desaparece —menos ellos dos—, se abrazaron como si hubieran vuelto de una guerra. Exhaustos, pero completos.




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