El amanecer se filtraba suave entre las cortinas, pintando de oro la habitación en la que el silencio no era vacío, sino refugio. Stacy despertó primero. No por costumbre, sino porque sentía la necesidad de memorizar cada segundo con él allí. Mateo dormía de lado, el rostro relajado, una leve sombra de barba, el brazo extendido hacia ella como si incluso dormido no quisiera soltarla.
Ella lo observó durante minutos. Le acarició el pecho, bajando lentamente la mano por su abdomen, no con deseo, sino con ternura. Como quien reconoce un territorio amado. Sonrió al ver una pequeña cicatriz en su cadera que no había notado antes. Pensó en todo lo que él cargaba, en los sacrificios, en los kilómetros, y sintió una mezcla de orgullo y miedo.
Mateo abrió los ojos justo cuando ella se giró para tomar su camisón. La atrajo de nuevo hacia él con un movimiento perezoso pero firme.
—¿A dónde vas tan temprano? —murmuró con voz rasposa, todavía medio dormido.
—A memorizarte —susurró Stacy, apoyando la frente contra la suya.
—Entonces quédate. Que aún me falta por aprenderte a ti.
Y ella se quedó. Entre sábanas revueltas, entre respiraciones que se sincronizaban otra vez, con los dedos entrelazados y la certeza de que, después del fuego, lo más hermoso es poder descansar en la calma… sin miedo a que se apague.
Después de una larga mañana entre caricias, risas y silencios cómplices, Stacy y Mateo decidieron salir. No a un restaurante lujoso ni a un lugar alejado, sino simplemente… al café. Su lugar. Ese espacio que había sido testigo de miradas tímidas, del primer roce, de las tardes con Julie y Cami.
Stacy preparó dos cafés con canela y leche espumosa, tal como a Mateo le gustaban. Él, mientras tanto, se acomodó en una mesa cerca de la ventana, con las mangas arremangadas, el cabello despeinado y una sonrisa que parecía colgarse de cada rayo de sol.
—¿Sabes? —dijo Mateo mientras ella se sentaba a su lado—. Extrañaba esto más que cualquier estadio. Este lugar, tú, el olor a café y tu delantal manchado de harina.
—¿Y tú sabes qué extraño yo cuando te vas? —respondió Stacy—. Que alguien me mire como tú me miras. Como si yo fuera el premio después de cada juego.
Mateo le tomó la mano por debajo de la mesa y apoyó la frente contra la suya.
—Tú no eres un premio. Eres la razón por la que sigo compitiendo.
Se quedaron así un momento. Afuera, los autos pasaban, la gente caminaba, el mundo seguía su curso. Pero para ellos, el tiempo se detenía.
Julie entró al local con una sonrisa enorme al verlos. Cami llegó minutos después, con Andrew detrás, trayendo flores frescas. Se armó una escena espontánea de amistad, carcajadas y planes para una cena juntos antes de que Mateo tuviera que tomar su próximo vuelo.
Y por unas horas, no hubo distancia. No hubo gira. No hubo futuro incierto.
Solo el presente.
Uno donde el amor se respiraba como el aroma a pan recién horneado: cálido, sencillo, necesario.