El cielo de Toronto estaba despejado, como si el universo hubiera decidido regalarle a Stacy el día perfecto. No llovía. No había viento. Solo una luz suave que bañaba el parque donde todo comenzó.
Las carpas blancas ondeaban con elegancia. Globos color turquesa y blanco —los colores de la fundación— decoraban las entradas. Un escenario modesto se alzaba al fondo, acompañado de una mesa con micrófono, flores sencillas y una pancarta que decía:
“Pequeños Diamantes: donde cada niño brilla”.
Stacy llegó temprano. Más temprano que nadie. Caminó entre las carpas, saludó al equipo de voluntarios, organizó los últimos detalles con las manos temblorosas. No era miedo. Era la magnitud del momento. Un sueño hecho real.
Mateo llegó poco después, con una camiseta blanca con el logo de la fundación, jeans oscuros y una sonrisa tan amplia que hizo que Stacy sintiera mariposas otra vez, como la primera vez que lo vio en el estadio.
—Todo se ve increíble —dijo, rodeándola con los brazos—. Y tú también.
—Estoy tan nerviosa que no puedo respirar —confesó Stacy, medio riendo.
—Entonces respira conmigo —le susurró, y ambos cerraron los ojos, sincronizando su respiración—. Esto lo hiciste tú. Hoy solo toca celebrarlo.
A las diez en punto, empezaron a llegar los primeros invitados: familias, niños, periodistas, representantes de fundaciones aliadas, entrenadores, incluso algunos compañeros de equipo de Mateo. La comunidad se había movilizado.
El ambiente era alegre, casi mágico. Niños corriendo con sus guantes y bates de juguete, otros pintando dibujos en mesas creativas, mientras los voluntarios repartían jugo y bocadillos. Un cuarteto de música instrumental llenaba el aire con melodías suaves.
Cuando el reloj marcó las once y media, Stacy fue invitada a subir al escenario. Sus manos sudaban. Mateo le apretó la mano antes de que subiera.
—Hazlo por ti… y por ellos.
Stacy se paró frente al micrófono, tragó saliva y dejó que el silencio le diera fuerza.
—Hace un año, yo no sabía cómo construir algo como esto —empezó—. Solo sabía que había muchos niños con sueños grandes… y pocas manos que los ayudaran a alcanzarlos.
Miró hacia el público. Vio a los niños. A los padres. A Mateo.
—Y hoy, al verlos aquí, entiendo que no hace falta tenerlo todo resuelto para empezar. A veces solo hace falta creer. Apostar. Caminar con miedo, pero sin rendirse.
El público aplaudió. Algunos, con lágrimas en los ojos.
—“Pequeños Diamantes” nace con la idea de que cada niño tiene luz propia. No todos llegarán a las grandes ligas, pero todos merecen una oportunidad de jugar, de crecer, de sentirse valorados.
Su voz tembló un poco.
—Este proyecto no es solo mío. Es de cada voluntario, cada familia, cada niño que decidió decir “sí”. Gracias por creer conmigo.
Las palabras se ahogaron en un aplauso largo, vibrante, genuino.
Después del discurso, se realizó un pequeño corte de cinta simbólico, acompañado por dos niños representantes de la fundación: una niña de 10 años llamada Dani, y un niño tímido pero sonriente llamado Joel. Ellos cortaron la cinta, y en ese momento, Stacy sintió que su corazón estallaba de emoción.
La jornada siguió con clínicas deportivas, talleres de lectura, juegos, y una mini exhibición de béisbol donde Mateo lanzó algunas pelotas para deleite de los más pequeños. Las risas eran contagiosas.
A media tarde, mientras el sol descendía con suavidad, Mateo llevó a Stacy a un rincón del parque, donde habían colgado una lona con mensajes escritos por los niños.
Uno decía:
“Gracias por dejarme soñar con un guante en la mano.”
Otro:
“Quiero ser como Mateo, pero con el corazón de Stacy.”
Ella no pudo contener las lágrimas. Se apoyó en el pecho de Mateo y lo abrazó fuerte.
—Todo esto... es más de lo que alguna vez soñé.
—Y lo que viene será aún más grande —le dijo él, acariciando su mejilla—. Porque ahora sabes de lo que eres capaz.
Antes de irse, los niños formaron un círculo gigante y gritaron todos juntos, como un equipo:
—¡Gracias, Stacy! ¡Gracias, Mateo! ¡Gracias, Pequeños Diamantes!
El eco de esas voces se grabó en su alma.
Esa noche, de vuelta en casa, Stacy se sentó frente a su escritorio y abrió su cuaderno. Escribió una sola frase:
“Hoy, el mundo fue un lugar mejor. Y yo fui parte de eso.”