El hospital estaba silencioso, con ese olor a desinfectante y calma contenida que a Mateo siempre le incomodaba. El doctor revisaba los resultados frente a él mientras el beisbolista mantenía la mirada fija en el suelo, como si no quisiera escuchar lo que sabía que vendría.
—Tus niveles de estrés, inflamación muscular y arritmias están muy por encima de lo recomendable —dijo finalmente el médico, con voz firme pero empática—. Necesitas descansar, Mateo. De verdad.
Mateo tragó en seco.
—¿Y si no lo hago?
—Podrías colapsar en el campo. Tu corazón no resistiría una temporada más como esta sin consecuencias. Estás al límite.
El silencio que siguió pesó más que cualquier golpe que hubiera recibido en el juego. Para alguien como él, que había hecho del rendimiento su forma de vida, esa sentencia lo sacudió por dentro.
Cuando salió del consultorio, con la recomendación escrita en la mano, sintió que el mundo se le encogía. No sabía si lo que sentía era miedo, rabia o agotamiento acumulado.
Mientras tanto, en Bogotá, Stacy ya tenía su maleta casi lista. Había sido una decisión difícil, pero su corazón ya no podía seguir tan lejos del hombre que amaba, especialmente en un momento tan delicado.
—Lo estás haciendo por amor —le dijo Mariana, su coordinadora—. Y eso también es una forma de liderar.
—Estoy dejando todo bien armado —respondió Stacy—. Ustedes tienen la pasión, la estructura, y la visión. Yo voy a seguir guiando... desde otro lugar.
El día que se subió al avión de regreso a Toronto, llevaba consigo una mezcla de emoción, nervios y un peso dulce en el pecho: el deseo de estar con Mateo y ayudarlo a sanar.
Cuando él la vio aparecer en la puerta del departamento, con el abrigo aún puesto y el cabello despeinado por el viaje, sintió que el mundo comenzaba a acomodarse otra vez.
—Stacy... —fue todo lo que alcanzó a decir antes de abrazarla con fuerza.
—Estoy aquí. Y no pienso irme —susurró ella contra su pecho.
Durante los días siguientes, Stacy se convirtió en su enfermera, su agenda personal, su cable a tierra y su refugio emocional. Organizó sus comidas, le puso límites suaves a sus impulsos de seguir trabajando, y también lo acompañó en largas tardes de silencio, donde solo bastaba estar.
Mateo, al principio, se sintió vulnerable. No era fácil para alguien como él aceptar que necesitaba ayuda. Pero ver a Stacy moverse con tanta entrega, con una sonrisa paciente, sin reproches ni exigencias, le hizo entender que el amor no solo se mide en besos o promesas, sino en la forma de quedarse cuando el otro se derrumba.
—Tú también estás renunciando a mucho por mí —le dijo una noche.
—No estoy renunciando, Mateo. Estoy eligiendo. Y eso es muy distinto.
Mientras tanto, Stacy seguía coordinando la fundación desde su laptop. Tenía reuniones semanales con su equipo en Colombia, videollamadas con los patrocinadores, y revisaba reportes y propuestas en la madrugada, cuando Mateo dormía.
A veces se sentía dividida, como si viviera en dos mundos. Pero cada vez que Mateo la miraba con esos ojos agradecidos, supo que estaba exactamente donde tenía que estar.
Una tarde, mientras él dormía la siesta en el sofá, Stacy imprimió una foto del primer grupo de niños que había entrenado en Bogotá y la pegó en la nevera.
—Para que nunca olvidemos lo que también estamos construyendo allá —le dijo cuando él la vio.
—Y para que recuerdes que tú también estás dejando una huella donde vas —agregó Mateo, tomándola de la mano.
El descanso comenzó a darle frutos. Mateo se sentía más ligero, dormía mejor, y el dolor en el pecho había disminuido. Los médicos eran optimistas, pero insistían en que debía mantener ese ritmo más lento por un tiempo más largo.
Por primera vez en mucho tiempo, Mateo aprendía a vivir sin velocidad. Y aunque al principio le costó, comenzó a encontrar belleza en la lentitud: en el café caliente al despertar, en las caminatas sin rumbo por el parque, en las películas sin final interrumpido por entrenamientos.
Y, sobre todo, en Stacy.
Una noche, mientras miraban una serie abrazados, Mateo susurró:
—Gracias por quedarte.
Stacy lo miró.
—Gracias por dejarte cuidar.
La relación entre ellos se transformaba. Ya no era solo pasión, ni el vértigo del inicio. Era algo más profundo. Más real. El tipo de amor que se construye día a día, en los detalles.
El capítulo concluye con una escena serena: Mateo regando las plantas en el balcón, Stacy escribiendo un correo para su equipo en Colombia, y una canción suave de fondo que los acompaña como un murmullo de esperanza.
Estaban reconstruyendo su ritmo. Uno más lento, más humano, pero igual de lleno de sueños.
Y en ese nuevo ritmo, también había espacio para la ilusión de un futuro distinto... quizás con menos reflectores, pero con mucho más amor.