Primera Base , Primer Amor

Capítulo 30: Voces que llaman desde lejos

El estadio estaba vacío. Las gradas dormían bajo una luz tibia de invierno, y el aire olía a cuero, césped húmedo y nostalgia.

Mateo se detuvo justo frente a la línea de foul, con los guantes colgando del hombro y la gorra calada hasta las cejas. No era la primera vez que pisaba ese campo… pero sí la primera vez que lo hacía sin la presión de competir, sin los gritos de los fanáticos ni el peso de las estadísticas sobre su espalda.

Esta vez estaba allí como asistente de desarrollo deportivo, un rol propuesto por el equipo mientras su cuerpo se recuperaba del todo. Iba a trabajar con los más jóvenes, ayudarlos a mejorar su técnica, dar charlas, motivarlos. Y aunque no era la gloria del montículo, tenía algo que le reconectaba con su pasión más esencial.

—Bienvenido de nuevo a casa, Rivera —le dijo uno de los entrenadores, palmeándole la espalda.

Mateo sonrió.

—Gracias por esperarme.

Mientras tanto, en el apartamento, Stacy revisaba su correo sin prisa. El mensaje estaba ahí, resaltado en negrita como una decisión sin tomar: una ONG con sede en Madrid la invitaba a liderar un programa deportivo para jóvenes migrantes. Un puesto internacional, por un año, con equipo propio, vivienda incluida y la posibilidad de viajar por Europa promoviendo su visión.

Era el tipo de oportunidad que años atrás habría tomado sin pensar. Ahora, con Mateo a su lado, el escenario no era tan simple.

Suspiró, cerró la laptop y caminó hasta el ventanal. Afuera, la ciudad vibraba a su ritmo, indiferente a su dilema.

Cuando Mateo llegó del estadio, con la cara algo sucia pero los ojos brillantes, Stacy sintió una ternura profunda. Él le contó con entusiasmo sobre los chicos, sobre cómo uno de ellos lanzaba como si tuviera fuego en el brazo, y cómo otro no dejaba de preguntar sobre su tiempo en Los Dodgers.

—Sentí que... todavía tengo algo que dar aquí —dijo Mateo, mientras le pasaba un vaso de agua—. Quizás no como antes, pero sí desde otro lugar.

Stacy lo escuchó con atención, mientras en su mente danzaba la duda: ¿Y yo? ¿Todavía tengo algo que dar en otro lugar?

Esa noche, mientras cenaban en silencio, Stacy dejó el teléfono sobre la mesa, abierto en el correo.

Mateo lo leyó sin preguntar. Su ceño se frunció un poco, pero no dijo nada.

—Me llegó esta oferta hoy —dijo ella, sin rodeos—. Es en Madrid. Solo un año. Pero es grande.

Él bajó la mirada al plato, luego al correo, luego a ella.

—¿Quieres aceptarla?

Stacy dudó.

—Una parte de mí, sí. La otra... no quiere alejarse de ti otra vez.

Mateo se levantó de la mesa y caminó hacia la ventana. No hablaba. Stacy sintió un nudo formarse en el pecho.

—Mateo...

—No quiero ser el que te frene —dijo finalmente—. Pero tampoco puedo prometer que no me duela.

Ella se acercó y apoyó su cabeza en su espalda.

—Yo tampoco puedo prometer que no me duela irme.

Se quedaron en silencio por varios minutos, respirando juntos, como si buscaran sincronizarse otra vez.

En los días siguientes, Mateo comenzó a ir más seguido al estadio. Lo acompañaba un fisioterapeuta y el equipo médico del club lo evaluaba con frecuencia. Ya no era el mismo ritmo de antes, pero en cada paso, Mateo recuperaba una parte de sí mismo que creía perdida.

Los chicos lo admiraban, lo escuchaban con atención, y algunos incluso le pedían fotos como si siguiera siendo la estrella del equipo.

Por las tardes, Stacy coordinaba reuniones con su equipo en Colombia, seguía los avances de la fundación desde la distancia y mantenía contacto con otras organizaciones aliadas. Su vida era plena, pero incompleta.

Madrid seguía apareciendo en su horizonte, como un canto lejano que no sabía si debía seguir.

Una tarde, al regresar del estadio, Mateo encontró a Stacy sentada en la alfombra del salón, rodeada de documentos y mapas del proyecto europeo.

—¿Te vas? —preguntó él sin rodeos.

Stacy lo miró.

—No lo sé.

—¿Quieres que te diga que no lo hagas?

Ella negó lentamente con la cabeza.

—No. Quiero que me digas lo que realmente piensas.

Mateo se sentó frente a ella, con las piernas cruzadas. Le tomó las manos.

—Creo que estás hecha para cosas grandes. Y que no siempre voy a poder ir contigo a todas —dijo, con la voz suave, pero firme—. Pero si decides irte... quiero que lo hagas sabiendo que aquí siempre va a haber un lugar para ti.

Los ojos de Stacy se llenaron de lágrimas. No por tristeza, sino por el amor inmenso que había en esas palabras.

—Y tú... —susurró ella—. ¿Qué quieres?

Mateo sonrió, acariciando su rostro.

—Quiero verte feliz. Y si eso incluye Madrid, entonces también será mi alegría.

Esa noche hicieron el amor con una ternura distinta. No había prisa, no había vértigo. Solo ellos, amándose desde el entendimiento y la libertad.

Al amanecer, Stacy despertó con el corazón apaciguado. Aún no tenía la decisión final, pero sabía que no estaban en riesgo. Lo suyo era más fuerte que la distancia, más profundo que el miedo.

Mateo, desde la cocina, preparaba café. Y mientras lo hacía, tarareaba una melodía antigua, como si por fin estuviera en paz con el ritmo de su nueva vida.




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