El estadio estaba más vivo que nunca. Banderas ondeaban en cada rincón, cánticos retumbaban por las gradas, y los ojos de miles de fanáticos se dirigían al diamante. La Serie Nacional había comenzado, y con ella, una nueva oportunidad para Mateo Rivera.
Para muchos, él era el veterano que volvía de una pausa inesperada. Para otros, una inspiración. Pero para Mateo, aquel momento era una prueba íntima. No tenía que demostrar nada al mundo. Solo a sí mismo.
En los vestidores, mientras los jugadores se concentraban en su rutina previa al juego, Mateo se miró al espejo. Respiró profundo, ajustó su gorra y recordó cada noche en la que pensó que no volvería a estar allí.
—Estás listo —murmuró para sí.
Desde las gradas, Stacy observaba con el corazón en la garganta. Julie y Cami estaban a su lado, vibrando de emoción, pero Stacy estaba en otra frecuencia. Más íntima. Más profunda.
Ella lo había visto caer, dudar, pelear contra sus propios límites. Y ahora lo veía allí, caminando hacia el dugout, con paso firme, con la determinación renovada.
—Él no volvió igual —dijo Stacy, sin apartar la mirada de Mateo—. Volvió mejor.
El primer partido fue cerrado. Tenso. De esos que se juegan más con la cabeza que con el cuerpo. Mateo fue llamado a la acción en la sexta entrada. Un juego apretado, marcador 3 a 2, dos corredores en base.
El estadio contuvo la respiración cuando él tomó el bate.
Los gritos se apagaron en su mente. Solo escuchaba el latido de su propio corazón, la voz de su entrenador repitiendo la estrategia, y el eco de su voluntad latiendo como un tambor.
El primer pitcheo fue una bola curva, baja. No swing. El segundo, una recta rápida. Mateo conectó.
La bola salió disparada por el jardín derecho. No fue jonrón, pero suficiente para que ambos corredores llegaran al home. Mateo doble impulsador.
El estadio estalló. Y Mateo… Mateo levantó los brazos con una mezcla de rabia, gloria y emoción contenida.
Desde su asiento, Stacy no pudo contener las lágrimas. Ese era su Mateo. No solo el jugador. El hombre que se reconstruyó para volver.
Después del partido, que terminó con victoria para su equipo, Mateo salió directamente hacia el palco donde Stacy lo esperaba. No le importaron las cámaras ni los fanáticos. Solo quería abrazarla.
—Lo hiciste —dijo ella, entre sollozos—. Volviste.
—Lo hicimos —corrigió él, acariciándole la mejilla—. Sin ti, no habría llegado hasta aquí.
Esa noche, los titulares hablaron de su actuación, pero para ellos, el verdadero triunfo fue estar ahí, juntos, celebrando lo que habían construido con tanto esfuerzo.
Los días siguientes fueron igual de intensos. Los equipos viajaban, la tensión crecía, y cada jugada podía marcar el destino del campeonato. Mateo alternaba entre juego y descanso, aún bajo la mirada cautelosa del equipo médico.
Y Stacy… seguía avanzando con su proyecto comunitario en Toronto. Coordinaba reuniones, daba charlas, y comenzaba a ser reconocida como una líder joven con impacto real. Pero siempre encontraba espacio para estar con él, animarlo, cuidarlo.
—Has creado algo tuyo, Stacy —le dijo Mateo una noche—. Y aún así, sigues aquí, firme.
—Tú me enseñaste a no huir del juego —respondió ella—. Yo solo estoy jugando en mi propio campo.
En el tercer partido de la serie, Mateo fue nombrado Jugador del Partido tras conectar un jonrón clave en la octava entrada. Lo entrevistaron en vivo, y cuando le preguntaron a quién dedicaba su regreso, no dudó.
—A la mujer que creyó en mí cuando ni yo creía. Sin ella, yo no estaría aquí.
Stacy lo vio desde el palco y cerró los ojos, conmovida. No por el gesto, sino por el amor auténtico que habían forjado.
La Serie Nacional continuaba, y aunque el campeonato aún no estaba decidido, Mateo y Stacy ya sabían que habían ganado algo más grande: el derecho a construir una vida nueva, con cicatrices, pero llena de sueños vivos.
Y eso… no salía en los periódicos, pero brillaba mucho más que cualquier trofeo.
Los reflectores del estadio iluminaban el campo como si fuera un escenario sagrado. Las gradas rugían. El marcador estaba cerrado: 4-4 en la séptima entrada. Las emociones estaban al límite. Cada jugada se sentía como un paso al borde del abismo.
Mateo se mantenía en la banca, con el bate en las manos, observando con atención al pitcher rival. El entrenador se acercó por detrás y le murmuró:
—Prepárate. En la próxima entrada entras.
Mateo asintió, sin decir una palabra. Sabía que esa era su oportunidad. No solo de contribuir al equipo, sino de demostrar —sobre todo a sí mismo— que su regreso no era solo simbólico, sino real.
Mientras calentaba, se oían los tambores de la fanaticada. Cada movimiento suyo era seguido por miles de ojos. El narrador del estadio anunciaba:
—¡Rivera en el círculo de espera!
La gente explotó. Su nombre aún tenía peso. Aún tenía magia.
En la octava entrada, con un out y dos hombres en base, Mateo caminó hacia el plato. El mundo se volvió borroso a su alrededor. Solo existían él, el pitcher y el diamante.
El primer lanzamiento fue una recta adentro. Foul.
El segundo, una curva lenta. Bola.
Tercero… sinker directo al centro.
Mateo conectó con todo su cuerpo. El sonido fue seco, potente. La pelota se elevó con una trayectoria perfecta que hizo que el público se levantara de sus asientos.
—¡Va lejos! ¡Va profundo! ¡Va… al muro!
La bola golpeó contra la barda del jardín central. Doble limpio.
Uno, dos corredores anotaron. Mateo llegó a segunda, se quitó el casco y miró al dugout con una sonrisa que no tenía años, sino historias.
Su equipo lo ovacionó. El público coreaba su nombre.
—¡Ma-te-o! ¡Ma-te-o!
Desde las gradas, Stacy lloraba. No era solo un hit. Era una forma de decirle al mundo: “Estoy aquí. No me fui. Solo necesitaba tiempo.”