El reloj marcaba las 2:47 de la madrugada cuando Stacy abrió los ojos de golpe. No era un sueño. Esta vez era real.
Un dolor profundo y envolvente le cruzó la espalda baja, bajando lentamente por el vientre. No era igual a los falsos avisos de semanas anteriores. Era diferente. Más firme. Más cierto. Sintió un leve escalofrío en la columna, y sin pensarlo, estiró la mano hacia el otro lado de la cama.
—Mateo… Mateo, amor… creo que… ya viene.
Él despertó sobresaltado, frotándose los ojos, y en cuanto la vio sentada en la cama, con la mano apretada sobre el abdomen, se incorporó de inmediato.
—¿Estás segura?
Ella asintió. Respiraba con dificultad, pero sus ojos estaban llenos de emoción.
—Estoy lista.
La maleta ya estaba al pie de la puerta desde hacía semanas. Mateo la agarró con una mano mientras sostenía a Stacy con la otra. Bajaron al auto y, entre respiraciones guiadas y silencios nerviosos, cruzaron la ciudad casi vacía hasta el hospital Mount Sinai.
El personal los recibió con una sonrisa y profesionalismo. Había algo especial en las llegadas nocturnas de las futuras madres. Como si en medio de la oscuridad, se abriera una puerta secreta hacia una nueva vida.
Una enfermera tomó los datos mientras otra la acompañó a la sala de evaluación. Mateo se quedó afuera unos minutos, moviéndose de un lado a otro, hasta que lo llamaron a pasar.
Stacy ya estaba conectada a monitores. El sonido del corazón del bebé era un baile constante, firme y acelerado. Un tambor de vida.
—¿Cómo está? —preguntó él, arrodillándose a su lado.
—Fuerte. Como su mamá —respondió la doctora con una sonrisa—. Estamos en trabajo de parto activo. Pero aún queda camino por recorrer.
Las horas pasaron como olas. Algunas suaves. Otras intensas. Mateo no se separó ni un segundo de ella. Le sostuvo la mano, le limpió el sudor de la frente, le repitió con ternura cuánto la admiraba.
—Eres la mujer más valiente que he conocido —le dijo, cuando Stacy gritó al sentir otra contracción fuerte.
—No me dejes —susurró ella, entre lágrimas—. Quédate conmigo hasta el final.
—Siempre —respondió él—. Hasta el final y más allá.
A las 7:23 de la mañana, la sala se llenó de luz natural. Los primeros rayos de sol se colaban por la ventana mientras el equipo médico se preparaba para el momento más importante.
—Estás casi lista, Stacy —dijo la doctora—. Solo un poco más. Cuando sientas la siguiente contracción… empuja con todo lo que tienes.
Mateo estaba detrás de ella, sosteniéndola por los hombros, murmurando palabras de aliento al oído. Stacy apretaba los dientes, la mandíbula tensa, pero sus ojos brillaban con determinación. Sabía que estaba a punto de conocer al amor más grande de su vida.
—¡Vamos, Stacy, ya casi! ¡Una más!
Un grito se elevó desde lo profundo de ella. Y entonces, en medio de la tensión, la espera, el sudor y el temblor…
un llanto.
Fuerte. Claro. Hermoso.
Alma.
Mateo sintió que se le partía el alma y se le unía al mismo tiempo. Sus ojos se inundaron de lágrimas, su pecho se sacudía con una emoción que no había sentido nunca. Stacy sollozaba, agotada, pero sonriendo.
—Lo hicimos —dijo él, con la voz rota—. Mi amor, lo hicimos.
Una enfermera colocó a Alma sobre el pecho de Stacy, que la recibió con los brazos temblorosos pero seguros. La niña, envuelta en una manta rosada, era diminuta, con la piel húmeda, los ojos entrecerrados y los labios formando un pequeño gesto.
—Hola, Alma —susurró Stacy, acariciando su cabecita—. Bienvenida a casa.
Mateo se inclinó para besar a ambas, y por un instante, el mundo desapareció. No existían los estadios, ni los contratos, ni las presiones. Solo ellos tres, conectados por un lazo invisible, poderoso e indestructible.
Horas después, ya en la habitación privada, Stacy dormía con Alma sobre su pecho. Mateo las miraba desde el sofá, con el alma llena.
Y en silencio, pensó:
“Ahora sí lo entiendo todo. Esta es mi victoria más grande. Mi verdadero campeonato.”
Y así, el amor entre ellos —que había nacido entre cafés, estadios y promesas— ahora tenía un nombre, una forma, un latido.
Se llamaba Alma.