El sol de la tarde acariciaba el estadio mientras Stacy cruzaba las puertas con Alma en brazos. La emoción se palpaba en el aire: el murmullo de la multitud, el aroma a césped fresco y el eco de los cantos de los fans.
Alma, vestida con una camiseta blanca y azul, llevaba en la espalda el nombre “Rivera” y el número 27, el mismo que usaba Mateo. La pequeña apenas tenía unos meses, pero su sonrisa iluminaba todo el lugar.
—¿Lista para ver a tu papá? —le preguntó Stacy, acariciando suavemente su cabecita.
Alma pareció responder con una risita mientras agitaba sus manitas.
Se acomodaron en sus asientos, justo detrás de la primera base. Mateo ya estaba en el campo, saludando a sus compañeros y haciendo calentamientos. Al verlo, Stacy sintió un vuelco en el pecho y apretó a Alma contra sí.
Los minutos previos al juego se llenaron de expectativa. La cámara enfocó el rostro de Mateo, que buscó entre la tribuna y encontró a su familia.
Con una sonrisa amplia y un gesto de saludo, les dedicó un momento que Stacy guardó en el corazón para siempre.
El juego comenzó con intensidad. Alma, aunque pequeña, parecía fascinada por los colores, el ruido, y la energía. Stacy le hablaba en voz baja, contándole quién era cada jugador, y sobre todo, cuánto amor le tenía a su papá.
En un momento, Mateo conectó un buen batazo y la multitud estalló en vítores. Stacy levantó a Alma, haciéndola “aplaudir” torpemente, mientras la bebé emitía un sonido entre risita y sorpresa.
Era su primer partido, y aunque no entendía las reglas, sentía el latido fuerte del amor familiar y la pasión que rodeaba ese juego.
Durante el intermedio, Stacy y Mateo se encontraron en la zona VIP. Mateo besó la frente de Alma, y luego a Stacy, con una ternura que hablaba de noches sin dormir, sacrificios y sueños cumplidos.
—Gracias por traerlas —dijo, apretando la mano de Stacy—. Esto… esto es lo que quiero que tengan siempre.
Ella asintió, sintiendo que todo ese amor valía cada segundo de espera.
El partido siguió, y Alma se durmió en los brazos de Stacy, con la camiseta de su papá arrugada y suave contra su piel.
Mateo la miró y supo, sin dudas, que ese era su mayor logro: ser no solo un jugador, sino un padre presente.