Primeras veces: Cuando el amor es tu mayor miedo

Capítulo 1: El regreso

9 años sin volver a ese pueblo del que me fui en contra de mi voluntad y nada me parecía peor en este momento que regresar, y no precisamente por el pueblo, sino por mis padres. Preferiría seguir quedándome con mi tía, pero ella también estaba de acuerdo en que debía volver, y si no me hubiese hablado con esa ternura que usa siempre conmigo, como si no hubiese crecido ya bastante y todavía fuera una niña pequeña, no hubiese puesto mi trasero en esta camioneta.

Mi padre conducía y, cada vez que lo miraba a través del espejo, sentía una especie de rabia contra él. Fue quien me mandó a la ciudad, ¿por qué me buscaba ahora? Después de que lo pedí tantas veces y se negó.

Cansada mirarlo y enojarme cada vez más, me puse los auriculares y opté por ignorar su presencia mirando por la ventana.

El paisaje alrededor me atrapó. Habían montañas que parecían alzarse hasta el cielo y muchos árboles que las adornaban con diferentes tonos de verde. Unos tenían sus hojas tiernas, como un niño recién nacido, y otros de un verde intenso, marcando un contraste interesante.

Bajé el cristal.

La brisa fresca me acarició el pelo con dulzura y me hizo sonreír. Eso sí lo extrañaba, estar rodeada de naturaleza, de aire fresco y la paz que eso generaba.

Pasamos junto al gran letrero que daba la bienvenida a Yamasá y supe que ya estaba muy cerca de la casa de mis padres. Mi sonrisa palideció un poco, no quería llegar.

Al poco rato de correr y correr por calle asfaltada, pasamos a la calle de tierra y piedras, y el viaje se ralentizó. Llegamos a una subida alta, yo miré hacia adelante y al ver el camino lleno de piedras y zanjas, me sostuve de asiento sabiendo lo que nos esperaba. Mi padre siguió conduciendo y haciendo malabares para subir, buscando no caer en una de las hendiduras. Iba en zig zag, mientras que el auto patinaba quejándose de la dificultad.

Cuando por fin subimos y respiré tranquila vino lo peor: bajar. Estaba sumamente inclinado e igual de segmentado. Me sostuve aún más fuerte, el movimiento era tan brusco que mis auriculares se cayeron, pero no me molesté en levantarlos, hasta estar totalmente a salvo.

El proceso se repitió varias veces y cada vez parecía más dificultoso transitar el terreno montañoso. Pero eso no impidió que llegáramos a un portón rojo bastante conocido para mí. Alguien abrió, y mi padre condujo el auto hacia adentro.

Allí había una casa que ocupaba el espacio de tres hogares, rodeada de césped verde y con cientos de árboles que se extendían infinitamente detrás de ella. En cuanto llegamos, mi madre salió casi corriendo a saludarme. Llevaba una sonrisa gigante en el rostro y estaba al borde de las lágrimas. Siempre había sido una mujer sensible.

Se acercó a abrazarme y, por un instante, fue incómodo. Sentí como si no reconociera a la mujer que estaba frente a mí y mi cuerpo deseó alejarse, afortunadamente lo hizo ella primero.

―Me alegra mucho verte, hija. Estás muy grande y bonita. Ven, vamos para dentro porque imagino que estás cansada y Juana hizo tu comida favorita ―hablaba muy rápido y apenas podía entender, pero asentí y la seguí hacia adentro.

El lugar se veía diferente a como lo recordaba. Había un juego de muebles y un comedor de caoba que se repartían por el lugar, y un estante lleno de figuritas que mi padre coleccionaba. En medio de estas, una foto enmarcada llamó mi atención. La tomé un momento.

En ella salía una chica con el pelo castaño claro, los ojos color miel y la piel morena. La sonrisa que adornaba su rostro le daba vida a la imagen. Pasé los dedos por su rostro sintiendo una operación en el pecho. Era difícil no pensar en mi hermana a diario cuando al verme al espejo veía un rostro que, de ser un poco más moreno, podría ser confundido con el de ella hace unos años.

Seguí paseando la vista por todo el lugar hasta que llegó la comida.

―Cristina, ¿cómo estás? Ha pasado tanto desde que te fuiste. Mira nada más cómo has crecido ―dijo Juana, al verme. Era una mujer de edad avanzada y su cabello oscuro estaba adornado con algunas canas.

Le regalé una sonrisa y me acerqué a abrazarla. Era la cocinera del hogar y una gran amiga de la familia desde que yo tenía uso de razón. Aunque no esperaba que siguiera trabajando en casa luego del accidente que afectó a ambas familias.

―Estoy muy bien, sólo algo agotada por el viaje, pero imagino que al descansar se me pasará.

―Sí, seguro, ahora te dejo para que comas porque imagino que debes tener mucha hambre. Ay, mi hijo se pondrá contento de saber que estás aquí.

―Anthony ―dije al instante, y todos los recuerdos se me vinieron encima. Era curioso que en todo el tiempo que pasó hubiera pensado tan poco en él y ahora, con una simple mención, deseara tenerlo en frente.

―Eso espero porque me gustaría verlo.

Mi padre estaba sentado frente a mí, y por la expresión que puso al escucharme, no le gustaba mucho la idea, pero lo dejé pasar ¿qué idea mía le ha gustado alguna vez? Ninguna.

La señora se retiró por fin y yo me concentré en el moro de gandules con coco, y la carne de res que tenía en mis manos. Mis padres me miraban todo el rato y eso era incómodo, parecía que no me hubiesen visto en años, pero ellos iban a visitarme de vez en cuando donde mi tía, así que no había necesidad de actuar de esa manera.

―¿Por qué quieres ver a ese muchacho, Cristina? ―dijo mi padre, luego de morderse la lengua por unos quince minutos.

Ya me parecía extraño que no hubiese comentado nada.

―Porque es mi mejor amigo de la infancia. ¿Tiene algo de raro que quiera ponerme al tanto con él?

―No. Eso lo entiendo perfecto, pero recuerda lo que pasó, hija ―sus palabras encendieron una chispa en mi cuerpo, ¿acaso puede alguien olvidar lo que pasó?

―Eso no es culpa de Anthony ni de su familia, así que no lo metas ―dije, esforzándome por mantener el tono relajado.

―No estoy diciendo que sea su culpa, sólo pienso que deberías mantenerte alejada de ellos.




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