Pasé la mañana siguiente recorriendo cada rincón de la casa de mis padres y cuando me quedé sin idea de dónde más ir porque la había recorrido entera, salí afuera.
Iba descalza, así que en cuanto puse un pie en la hierba la sentí aún mojada con el rocío de la mañana y recordé los viejos tiempos, cuando me levantaba temprano sólo para mojarme los pies con ella y al rato salía mi padre a regañarme. En ese entonces sus palabras eran cariñosas incluso cuando me estaba castigando, y nunca pensé que eso pudiera cambiar alguna vez.
Caminé por todo el patio, y cuando llegué al camino de tierra que se abría paso en medio de los árboles, me detuve a pensarlo un momento. Ese camino conducía a las tierras de mi padre, las cuales estaban sembradas de diferentes plantas, todas excepto una.
La lomita.
Sonreí al recordarla y la idea de ir a verla me cruzó por la mente, pero apenas había dado un paso cuando alguien habló a mi espalda.
―Si yo fuera tú, no tomaría ese camino descalzo ―era una voz varonil que no reconocí.
Me di la vuelta mientras decía:
―Qué bueno que no eres yo entonces, porque no pienso ponerme nada en los pies.
Lo miré a la cara y él me sonrió como lo hace un buen amigo cuando lleva años sin verte. Tan solo bastaron unos segundos para que mi cerebro hiciera clic y lo reconociera. Anthony.
Se veía muy diferente a como lo recordaba.
Su voz sonaba más gruesa y segura, su rostro ya no irradiaba esa inocencia que irradian los niños pequeños, sino que parecía más de esos que metían en problemas a las chicas jóvenes, su pelo oscuro estaba rizado e iba para todos lados con rebeldía, sus brazos se venían más fuertes y estaban recorridos por unas venas que parecían querer escapar de ellos y, además, él estaba más alto que yo, cosa que antes no era así.
Lo único que no había cambiado en él era su sonrisa, porque hasta esos ojos color miel parecían tener un color más intenso de lo que recordaba.
―Anthony ―dije sorprendida aún.
―Cristina ―respondió a modo de saludo y se acercó a darme un abrazo.
Fue la segunda vez que nos abrazamos en toda nuestra vida, la primera fue la última vez que nos vimos, cuando éramos niños.
―Te me quedaste viendo tan raro, que por un momento creí que iba a tener que presentarme ―dijo cuando nos separamos.
Sonreí.
―Sólo estaba procesando lo que veía ―lo señalé de arriba abajo ―porque estás… diferente.
―Por fuera sí, pero por dentro sigo siendo el mismo de siempre.
―Me alegra escucharlo. ¿Cómo has estado todo este tiempo?
―Muy bien, aunque estoy mejor ahora que te veo. Te extrañé mucho.
―Yo también te extrañé ―me acerqué y le di otro abrazo.
Estar en sus brazos me hacía sentir una extraña sensación de paz, era como si los necesitara y nunca me hubiese sado cuenta hasta el momento.
―Me gustaría seguir hablando contigo, pero tengo que ir a buscar el caballo de tu padre.
―¿Y dónde está?
―Cerca de La lomita.
Sonreí de oreja a oreja, sin poder creerlo.
―Justamente voy para allá, así que te puedo acompañar sin problemas.
―No tengo problemas con eso, siempre y cuando te pongas unas botas, porque hace unos días estaban tumbando cacao y el camino está lleno de cáscaras.
Sigue siendo tan protector como antes.
―Hagamos esto. Llevaré las botas, pero sólo las usaré cuando sea necesario ―lo pensó un segundo y luego asintió con la cabeza.
―Me parece buena idea. Ve a buscarlas que aquí te espero.
.
.
.
¿Qué te ha parecido la historia hasta ahora? 💭💖
#5013 en Novela romántica
#381 en Joven Adulto
amigos de infancia y primer amor, huidas dolor de amigos a enamorados, miedo a amar y amor prohibido
Editado: 24.06.2025