Primeras veces: Cuando el amor es tu mayor miedo

Capítulo 10: Déjame ir

―¡Tía! ―exclamé mientras corría hacia ella. La mujer se volvió para verme y me recibió con los brazos abiertos. Su abrazo me devolvió parte de la calma que necesitaba.

―¿Qué haces aquí? ―pregunté al alejarme.

―Pues me enteré que alguien podría estarme necesitando y de la nada ¡puf!, aparecí en este lugar ―dramatizó con los brazos y me reí.

No me había dado cuenta de lo mucho que la extrañaba hasta ese momento.

―¿Cómo estás cariño? ―me acarició la mejilla.

―Bien ―desearía que no hubiese salido más como una pregunta que como respuesta.

No solía mentirle a mi tía, y tampoco podía porque siempre me descubría y acababa sacándome la verdad. Pero estaban mis padres delante de nosotras y así como yo sabía que ella no me había creído, ella sabía que no diría una palabra de lo que me pasaba, delante de ellos. Así de bien nos entendíamos.

―¿Y tu trabajo? ―cambié el tema.

Caminamos hacia el sofá y me senté a su lado. Frente a mis padres.

―Resulta que mi jefa, ahí deberías conocerla es una mujer encantadora, bueno, ella me dio unos días libres y dejó un reemplazo en mi lugar.

Ella tenía una guardería en casa que consumía mucho de su tiempo y a veces del mío. Es su propia jefa y simplemente dejó a alguien encargándose de la guardería.

La miré interrogante.

―Tranquila, elegí al mejor para ello. No cualquiera tiene la paciencia para encargarse de esos niños.

―Estoy de acuerdo contigo, podrían volver loca a cualquier persona.

En ese momento entró Juana a saludar y en cuanto la vi mi mente retrocedió unos minutos atrás.

Anthony.

Sonreí al instante.

Aún sentía cierto hormiguéo en los labios que no me permitía olvidar los suyos.

―Iré arriba un momento ―me dirigí a mi tía y ella asintió sin mirarme. Estaba muy concentrada hablando con Juana como para prestarme atención.

Subí las escaleras corriendo y cuando estuve justo a un paso de entrar en mi habitación, me detuve y miré la puerta a mis espaldas. Había estado evitando el cuarto de María desde que volví. Sin pensarlo mucho, abrí y me metí dentro conteniendo la respiración.

Entrar allí fue como meterme en una maquina del tiempo para volver al pasado. Las cosas de mi hermana estaban tan organizadas que daba miedo tocarlas: la colección de peluches en la mesita de noche, el maquillaje en la peinadora, la ropa en el ropero, las pantuflas que ella siempre dejaba delante de la cama. Todo.

Esa habitación estaba preparada, esperando que alguien volviera a ocuparla. Pero ese alguien nunca volvería.

Pasé la mano por las sábanas que cubrían el colchón. En el centro de este había un retrato de mi hermana que tomé en manos. Allí tenía el pelo rizado y estaba sonriendo a la cámara.

Sonreí con el corazón apretado.

―No sabes cuánto te extraño ―dije mientras pasaba mi dedo por su rostro. El frío del cristal me recordó acentuó el vacío que sentía. ―Desearía que estuvieras aquí, desearía poder contarte lo que me ha pasado, desearía… que nunca te hubieras ido.

Una lágrima rodó por mis mejillas, la limpié rápido y salí de la habitación con la foto en manos.

Fui hasta mi habitación, saqué la maleta para entrar el cuadro en ella y, justo cuando estaba cerrándolo para volver a esconderlo bajo la cama, entró mi tía.

―Me acabo de enterar de alg… ―se quedó en silencio y paseó su mirada de la maleta hasta mí repetidas veces. Su mirada era indecifrable.

Terminó de entrar y cerró la puerta.

―¿Y… eso? ¿Por qué empacas tus cosas? ¿Qué pasó?

―No pasó nada, solo estaba guardando una foto de María para no olvidarla.

Suspiró y camino hacía mí.

―Cris, te he cuidado por nueve años. Te conozco lo suficiente como para saber que no vas a guardar una foto de tu hermana por miedo a olvidarla y tampoco vas a organizar tus cosas en la maleta con tanto tiempo de anticipación, es más, ni siquiera la organizarías hasta que alguien te recordara que hay que salir. Vamos, cuéntame qué pasa.

Posó su mano en mi hombro y mis barreras cayeron.

Era mi tía, la mujer que había estado conmigo en mis momentos difíciles, la que me cuidó cada vez que estuve enferma, quien me llevó al cine por primera vez y quien me dio todos los consejos que mi madre debió haberme dado. Confiaba en ella casi más que en mí misma, sabía que decirle la verdad podría traer consecuencias, pero no podía mentirle. Le debía demasiado.

―Quiero irme. No puedo convivir con mi padre por más de cinco minutos, es incómodo. Siento que ni siquiera lo conozco. Todos hemos cambiado desde que María se fue y yo… no debo estar aquí

La voz me falló y tuve que detenerme un momento.

―Sólo soy una carga ―las lágrimas se amontonaron en mis ojos ―mis padres solo querían a María, y cuando ella murió, se deshicieron de mí. Tú ni siquiera tienes hijos y has cargado conmigo la mitad de mi vida. Sé que vas a decir que estoy equivocada y que vas a querer detenerme… por favor, no lo hagas. Déjame ir.




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