Princesa de las Sombras

Prólogo

La Súplica de una Santa.

El norte ardía.

Desde las murallas de aquella fortaleza sombría, las llamas teñían la nieve de escarlata. Bestias rasgaban la noche con alaridos hambrientos. El rugido de los cañones mágicos retumbaba como un réquiem. Caballeros caían. Magos colapsaban. Y en lo más profundo del templo, la única Santa del imperio Drakareth se desangraba.

—Resista, Santa... —sollozaba un sacerdote junto a ella.

—Sal de aquí —ordenó Jazmín Steelguard, con la voz débil, pero firme—. Ya no soy la Santa. Ahora solo soy una madre.

Su vestido blanco estaba manchado de sangre. Una daga envenenada, bañada en magia corrupta, aún sobresalía de su costado. Sus labios temblaban, pero sus brazos no. En ellos, la pequeña Rosalynn, de apenas unos meses, dormía en una calma cruelmente ajena al caos que la rodeaba.

El altar tembló, y la sala sagrada —abandonada por la sede central tras declarar a Jazmín hereje— se iluminó por última vez. Era el corazón sellado del mundo. El umbral entre lo divino y lo maldito. Solo alguien con sangre santa y voluntad inquebrantable podía abrirlo.

—Por favor...escúchame, mi Diosa —murmuró Jazmín, cada palabra una grieta más en su carne rota—. Ella no tiene culpa de nuestros pecados. Protégela, incluso si es en otro mundo.

Hubo un breve silencio. Y luego una luz aún más fuerte.

No fue calor, tampoco fue consuelo. Fue presencia. Una absoluta, intolerable y sagrada.

La diosa descendió, sin rostro, envuelta en un manto de estrellas caídas.

—Hija mía—su voz era viento y trueno—. Estás pidiéndome algo prohibido.

—Hazlo. Te lo ruego no como Santa. Como pecadora. Como mujer que amó, y perdió. Como madre.

Solo fue un segundo, un suspiro y una elección.

—Romper las reglas del universo, será mi último acto de amor por ti. Es momento de que vuelvas a mis brazos.

Así la tierra se quebró.

Desde el altar, una grieta se abrió en el tejido de la realidad. Era un abismo sin fondo, tiempo, espacio, destino, todo colapsaba en su centro. Jazmín besó la frente de su hija y la envolvió con el poder sagrado que le quedaba, aquel aún latía en su interior moribundo.

—Mi luna. Mi Rosalynn, sobrevive. Y algún día... por favor, regresa.

Como un susurro, la niña fue absorbida por la grieta. Pero algo falló.

Una fuerza —ajena incluso a la Diosa— rozó el poder divino. La grieta se desvió, el hilo del destino fue cortado y, la niña cayó. No al refugio sagrado de la Diosa. No al cuidado secreto de los espíritus.

Cayó...en un mundo, sin magia. Sin fe, ni memoria.

Así la grieta se cerró. Y Jazmín se desplomó con ella. Su cuerpo sin vida quedó solo. Abandonado. Pero su hija había sobrevivido. Perdida, pero viva.

***

Años después...

Los campos del Norte estaban congelados, cubiertos por una nieve tan antigua como las cicatrices del imperio. Aiden Steelguard, el Gran Duque, permanecía inmóvil sobre un risco escarpado, con la mirada fija en el horizonte donde el sol jamás salía del todo. Su figura era imponente, vestida con armadura y una capa negra bordada en plata, que se arrastraba como una sombra viva a su paso. El viento la ondeaba con violencia, revelando el cabello corto y plateado que era el sello de su linaje. Y en sus ojos del mismo color que la sangre, vivía una furia antigua, sostenida por el dolor.

En su mano, un relicario cerrado.

—Esa maldita Diosa —murmuró con voz ronca—. Juró protegerla. Juró devolvérmela.

A su lado, dos sombras.

Radian Steelguard; su primogénito, se mantenía recto como una lanza enterrada en la tierra. Cabello corto, plateado con un mechón oscuro que resaltaba la dureza de su mandíbula, sus rojos ojos eran cuchillas filosas que parecían nunca parpadear. Y su rostro no mostraba emoción alguna. Ni odio. Ni dolor. Solo una espera silente.

Kalyan Steelguard; el otro hijo, parecía hecho de un tipo distinto de locura. El cabello tan largo que llegaba a su cintura, igual de plateado, ondeaba como seda al viento, con su único mechón negro azabache que caía sobre su frente. La sonrisa torcida que lo caracterizaba era una herida abierta, y en sus ojos, también rojos, centellaba una inteligencia peligrosa, casi lúdica. De sus labios escapó una risita baja, como si supiera algo que el mundo aún no estaba listo para escuchar.

Nadie pronunciaba su nombre. No podían. No debían, pero la buscaban.

Obsesivamente. Desesperadamente. Hasta el borde de la locura misma.

***

En la cima de la Torre Mágica, donde la magia misma se arrodillaba, Kalyan realizó un ritual prohibido. Y cuando la sangre de Aiden y Jazmín —mezcla peligrosa de demonio y santa— tocó el círculo de invocación, la diosa descendió por segunda vez. Pero no son orgullo. Con vergüenza.

—Cometí un error —susurró—. Como la grieta se desvió, no supe encontrarla. Durante trece años, la misma oscuridad que protege a los de tu linaje me lo impidió. Pero ahora, su poder comienza a despertar. El sello se rompe.




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