Princesa de las Sombras

Capítulo 1

Una Jaula Sin Nombre.

El invierno era más cruel dentro del orfanato.

Las paredes estaban cubiertas de humedad, las ventanas retumbaban frío, y el viento silbaba a través de las grietas, como si se burlara de los cuerpos dormidos. Ella no temblaba. Nunca lo hacía. El frío era viejo conocido. Como el hambre. Y la soledad.

Se había acostumbrado a todo eso desde que tenía memoria.

La niña de ojos oscuros —tan oscuros que a veces parecía no tener alma— permanecía sentada junto a la ventana rota, con las piernas cruzadas, los brazos abrazando sus costillas marcadas, y la mirada perdida en la noche sin luna. El sueño no llegaba. Nunca llegaba.

Soñaba despierta. Y en sus sueños no pedía castillos ni riqueza. Solo silencio. Comida caliente. Una cama donde no doliera el cuerpo. Una vida feliz.

—Maldita bruja —escuchó murmurar a una de las cuidadoras al pasar.

No se inmutó. Las palabras dolían menos que los golpes. Y los golpes, menos que el olvido.

Había aprendido a luchar desde pequeña. A morder. A sangrar. A resistir. En aquel lugar olvidado por la humanidad, donde los adultos eran sombras con voz y los niños aprendían a ser fieras para sobrevivir.

Tenía cicatrices en los brazos. Otras en la espalda. Una, justo bajo el labio. Pero las peores vivían en su corazón.

¿Por qué? ¿Por qué la habían abandonado?

¿Qué pecado podía cometer una niña recién nacida... para ser odiada así?

¿Por qué debía vivir esto otra vez?

A veces pensaba que su familia debía haber sido muy pobre. O cobarde. O simplemente cruel.

—Quizá no era deseada.

—Quizá fui un error.

—O tal vez... tal vez sí me amaron, pero algo terrible ocurrió.

Pronto lo sabría.

En este lugar no tenía nombre, ni fecha exacta de nacimiento. Dicen que solo había una extraña nota vieja y rota que decía: "Cuiden de ella."

Y no. Nadie la cuidó.

***

Esa noche, como muchas, el director no apareció para contar los nombres que serían adoptados.

Sabía que nunca estaría en la lista. Era "la bruja". "La niña maldita". "Loca". La que, a veces hacía que los focos estallaran cuando estaba enojada. O que el agua del grifo se congelara sin razón.

Bruja. Monstruo. Maldita. Psicópata.

Palabras que se le pegaron a la piel como ceniza. Solo quería vivir. Solo quería paz. Quería ser feliz. Ser amada y amar. ¿Acaso era algo tan difícil?

Se abrazó con fuerza mientras la nevada caía tras el vidrio roto.

—Un día —murmuró para sí, en voz tan baja que el viento se la llevó—. Voy a ser feliz. No importa cómo. No importa lo que deba hacer. Esta vez lo lograré. Voy a salir de aquí y nadie me va a encerrar de nuevo. Nunca.

En ese instante, algo cambió en el aire. Fue sutil. Como un susurro en un idioma olvidado.

Una gota de sangre cayó de su nariz. Su corazón latía como un tambor. Y por un momento sintió que algo la estaba buscando. El sonido de pasos retumbó por el pasillo como una amenaza.

Apenas alcanzó a levantarse de la ventana cuando la puerta del dormitorio se abrió de golpe. La figura que entró era un hombre enorme, con el rostro hinchado por el alcohol y la costumbre de castigar. Su aliento hedía a cigarrillo viejo y rabia sin causa.

—¡Tú! —gritó señalándola con un dedo tembloroso y sucio—. ¿Quién te crees para robar pan del almacén?

No respondió.

—¡Responde, maldita psicópata!

—No fui yo.

—¡Mentira! Siempre eres tú. Bruja.

Ella dio un paso atrás, pero no corrió. Sabía que correr solo lo enfurecía más.

El cuidador la alcanzó en dos zancadas. La tomó del brazo con tanta fuerza que crujió. El dolor era agudo, pero ella solo apretó los dientes. No emitió ningún sonido. Eso no era nada.

La arrastró por el pasillo. Nadie intervino. Todos los niños se escondieron tras las cobijas. El lugar se convirtió en un silencio de tumbas.

En el sótano del orfanato, donde el cemento estaba helado y las lámparas parpadeaban, la arrojó contra una pared.

—¡A ver si ahora aprendes! —gritó, y alzó el cinturón con una hebilla oxidada.

La primera correa cayó sobre su espalda. Ardió.

La segunda sobre el brazo.

La tercera en su frente. Un hilo de sangre bajó de su ceja.

Y entonces... algo se rompió. No en el cuerpo. En el ambiente.

Todo se volvió más frío. La lámpara comenzó a parpadear, y la oscuridad se tragó el cuarto como una ola.

—¿Qué demonios...? —balbuceó el cuidador, tanteando a ciegas—. ¿Qué hiciste, monstruo? ¿¡QUÉ HICISTE!?

Ella solo se quedó inmóvil, temblando. No de miedo. De rabia.




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