La Heredera de las Sombras.
Viajando por dimensiones, en otro mundo —un imperio dorado que en ese momento parecía bañado en la noche eterna— tres hombres miraban fijamente el lugar donde, apenas segundos antes, la Diosa Seraphia se había desvanecido.
El circulo mágico aún brillaba bajo sus pies, como si la luz no quisiera irse.
Aiden Steelguard no dijo nada. Solo apretó los puños hasta que su sangre volvió a machar el mármol. Radian se mantuvo inmóvil, con los labios apretados, calculando todo lo que debía ocurrir a partir de ese instante.
Y Kalyan... sonrió.
—Es tan hermosa —dijo con esa risa suya que no sabía si nacía de la alegría o de la locura—. Hay que traerla, ahora.
—No sabemos dónde está exactamente —advirtió Radian—. Necesitamos un artefacto mágico, tiempo y sangre suficiente para—
—¿Tiempo? —interrumpió girando lentamente hacia él—. ¿Trece años no te parece suficiente?
Aiden alzó la vista hacia su hijo.
—¿Qué estás pensado hacer?
El chico ya estaba desabrochándose la capa.
—Me conoces, padre. Pensar lo dejare para después.
—¿Kalyan...?
—Hermano, no te preocupes. Será rápido.
—¡Idiota! El sello no se ha roto por completo. ¡Es peligroso! ¡No sabes lo que hay del otro lado!
El joven le guiñó un ojo y dijo riendo:
—Es por eso que voy.
Sin gesticular una palabra más, se lanzó al círculo. La magia rugió como una bestia liberada. Y el aire estalló en una onda negra. Así el conocido hijo loco del Gran Duque desapareció.
***
En el otro lado, Rosalynn despertó de golpe. No por un ruido. Sino porque la oscuridad en su habitación se estaba moviendo.
Las sombras temblaban como si respiraran. El sello sobre su pecho ardía. Sentía como si algo se acercara desde muy lejos a una velocidad inexplicable.
La pared frente a su cama se resquebrajó. No eran grietas en la piedra. Era la realidad misma desgarrándose, como si siempre hubiese tenido una fisura oculta que esa noche finalmente cedió.
De aquella grieta emergió humo. Y luego una silueta. Alta, esbelta, de cabello plateado tan brillante como la luna, atravesado por un mechón negro. Sus ojos eran rojos, intensos, como brasas encendidas en la penumbra.
El cuerpo de Rosalynn reaccionó antes que su mente: aquello era peligroso. Pero también familiar.
El joven la miró como si contemplara un milagro. Y sonrió.
—Así que eres tú, nuestra pequeña luna.
—¿Qué demonios? ¿Quién eres? —murmuró, con la voz quebrada entre furia y desconcierto.
—Soy tu hermano.
La palabra cayó como un golpe imposible de esquivar. Aquel desconocido frente a ella añadió inclinándose con descaro:
—Kalyan Steelguard, tu hermano mayor favorito.
Hermano. El terminó le desgarró el pecho. En su vida pasada jamás tuvo familia. Nunca nadie que la llamara sangre. En su mundo, lazos así eran solo cadenas para romper. Y, sin embargo, algo en su interior —en sus venas, en su instinto más profundo— le decía que esa palabra la completaba.
—Eso no puede ser. Soy una huérfana abandonada.
—No. No lo eres. Rosalynn, ahora que te encontramos no volveremos a perderte.
Ella lo miró con incredulidad. El cabello casi blanco, los ojos rojos como rubíes, el rostro perfecto, una presencia arrolladora e imponente…y, aun así, había calor en su voz. Algo que desarmaba su coraza.
—Tu cabello…tus ojos... ¿qué eres?
—Soy un Steelguard —respondió con orgullo—. Como tú. Pronto nos veremos iguales.
La niña apretó los labios. No era una niña, no del todo. Su mente adulta gritaba que aquello era peligroso, que jamás debía fiarse de nadie. Pero su cuerpo, su sangre, ardía con una certeza distinta: aquel chico arrogante era suyo, y ella de él.
El portal comenzó a crujir, apunto de colapsar. Kalyan lo notó y maldijo en voz baja.
Sacó de su bolsillo un colgante de plata en forma de lobo, con un rubí en el centro. Lo puso en la mano de Rosalynn con delicadeza.
—Esto te guiará cuando llegue el momento. Recuerda: no estas sola. Nosotros nunca dejamos de buscarte.
La grieta rugió. Y, antes de que pudiera volver a tocarlo, Kalyan desapareció.
Cayó de rodillas. Apretaba el colgante con tanta fuerza que el rubí parecía latir al compás de su corazón. El silencio del cuarto se volvió denso, casi sagrado.
Un hermano. Una familia. Algo que nunca tuvo. Algo que jamás pidió. Y, algo que en ese instante supo que nunca podría soltar.
El sello en su pecho explotó en una onda violenta. La ventana estalló. Todo el orfanato quedó a oscuras. Las sombras se inclinaron, no por compasión, sino por sumisión. Ella solo respiró hondo. No era miedo. No era debilidad. Era otra cosa.