Princesa de las Sombras

Capítulo 3

El Precio del Despertar.

La mañana llegó arrastrándose como una bestia herida, gris, y silenciosa, dejando tras de sí una estela de vidrio roto y luces parpadeantes. Nadie sabía qué había ocurrido realmente, pero todos sabían que algo había cambiado.

Ella se despertó en medio de ese silencio nuevo. El aire en su habitación era más denso, cargado de una electricidad invisible que le acariciaba la piel como una advertencia. Aún llevaba el colgante que Kalyan había dejado: frío como el hielo, pero con una pulsación constante, igual que si tuviera corazón propio.

A su alrededor, las sombras se mantenían en su sitio, pero algo en su quietud era distinto. Ya no parecían parte del mobiliario. Ya no eran inocuas. No se escondían, ni se arrastraban. La miraban.

Se sentó en la cama sin hacer ruido. Afuera, los murmullos de los demás huérfanos llenaban los pasillos. Rumores confusos: cortocircuitos, explosiones eléctricas, el sistema antiguo del orfanato fallando como siempre. Pero nadie la mencionaba. Ni la buscaba.

Perfecto, era como si el caos que se había desatado no la involucrara. Parecía que ella nunca estuvo ahí.

Cruzó el pasillo con la cabeza gacha, y el cuerpo aún entumecido. Entró al baño vacío, cerró con llave y, por primera vez desde que despertó, se atrevió a mirarse en el espejo.

Lo que vio la dejó sin aliento.

Su rostro era el mismo y, al mismo tiempo, no lo era. Los ojos parecían más claros, y profundos. Parecía que dentro de ellos hubiera despierto algo que siempre había permanecido dormido. La piel de sus brazos, donde antes había cicatrices toscas y mal curadas, mostraba ahora una superficie lisa y limpia, parecía que el tiempo hubiera decidido perdonarla en silencio.

Se acercó más. Apartó el cabello de su rostro. Y ahí lo vio.

Un mechón plateado, brillante como escarcha, descendía entre los oscuros. No era reflejo. No era ilusión. Definitivamente era real.

—¿¡Qué!? —jadeó, echándose hacia atrás—. ¿¡Canas!? ¿¡Tengo trece años y ya tengo canas!? ¡Ni siquiera en mi otra vida llegue a tener canas!

Giró buscando algo. Agua. Suciedad. Tierra. Hundió las manos en la maceta de una planta cercana, frotó sus dedos en el barro húmedo, y se lo pasó con rabia por el cabello.

—No, no, no. Esto no puede estar pasando.

Miró de nuevo y el mechón seguía ahí. Oscurecido, sí, pero visible.

Resplandecía incluso bajo la tierra.

—Perfecto. Ahora parezco loca y vieja —murmuró—. Estúpido pelo mágico o lo que sea.

Su reflejo le devolvió la mirada. En ese momento no supo si lo que sentía era miedo a lo que estaba viendo, o si empezaba a reconocerlo como parte de sí misma.

***

El resto del día pasó envuelto en un espeso mutismo. Todos la evitaban con más insistencia que antes. Algunos murmuraban cosas cuando creían que no los oía. Otros la miraban con una mezcla de recelo y superstición.

Ella no les prestó atención. No tenía espacio en su corazón para el odio pequeño.

Mientras su cuerpo ardía. No de fiebre. De transformación.

El sello sobre su pecho palpitaba parecía responder a una música lejana que aún no podía oír. A ratos, la oscuridad a su alrededor se agitaba. Cortinas que temblaban sin brisa. Rincones que murmuraban su nombre. Las sombras ya no se escondían, se movían junto a ella.

Y entonces, igual que si algo dentro se desbordara, una segunda cicatriz desapareció. Esa que recorría su muslo derecho desde la infancia. Se esfumó.

La magia ya no estaba dormida. Y su cuerpo comenzaba a adaptarse.

***

Esa noche, el sueño fue diferente.

No había Seraphia. No había luz. Solo un cielo sin estrellas, un suelo como ceniza, y un aire tan pesado que casi dolía respirarlo.

En medio del vacío, una figura.

Parecía un hombre. Alto, con abrigo largo, cabello tan oscuro como la noche y una presencia que quemaba. Pero algo en él no era humano. Las sombras a su alrededor tenían forma de alas y cuernos. Las escamas en su cuello relucían como metal vivo. Y sus ojos.

Eran dorados.

Estos ardían como si el sol entero estuviera atrapado en su interior.

Ella no pudo moverse. Tampoco quiso. Lo observó como quien ve algo que lleva toda la vida buscando sin saberlo.

Él no habló. No hizo ningún gesto. Solo la miró. Ella sintió miedo. Y al mismo tiempo, no. Así que se acercó un paso. El suelo no crujió, y el aire no cambio. Nada parecía real, salvo esa mirada fija.

—¿Quién eres? —susurró, apenas audible.

No hubo respuesta. Pero sus ojos brillaron un poco más, un brillo extraño que la atravesó como si la reconociera desde siempre. Y en ese instante, Rosalynn pensó que aquello debía ser lo que llaman destino. Irónico… para alguien que nunca quiso creer en él.

Entonces como si su cuerpo hubiese sabido que debía volver justo en ese instante. Rosalynn despertó, sin sobresaltos. El colgante latía contra su pecho, cálido y pesado. El mechón plateado seguía descansando entre sus cabellos oscuros. Y otra cicatriz había desaparecido.




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