Princesa de las Sombras

Capítulo 4

Allí Donde Aúllan los Lobos.

En el Norte, el tiempo no solo era lento. Era fiel.

Allí, el mundo parecía haber sido congelado por la primera guerra, y nunca más descongelado. La nieve no caía; residía. El viento no soplaba; juzgaba. Y el sol apenas se atrevía a rasgar las nubes.

Era un eterno invierno.

La mansión principal, corazón del Gran Ducado Steelguard, una fortaleza que no conocía la rendición. Sus muros eran tan antiguos como el imperio mismo, levantados con piedra negra encantada y escudos mágicos que respiraban con la sangre de generaciones. Era un lugar donde la historia no se escribía en libros, sino en cicatrices.

Desde su fundación, los Steelguard habían sido guardianes del Norte, domadores de sombras y espadas, único linaje capaz de crear espadachines mágicos, y descendientes de un demonio cuyo nombre solo era recordado por ellos.

Fenrir. Un demonio cuya forma espiritual aún aullaba en la sangre de sus sucesores: un lobo de ojos rojos y colmillos de oscuridad.

Por eso el escudo de su casa no era una espada. Y por eso, ellos mismos eran llamados lobos por todo el imperio. No solo por su ferocidad, sino por algo más antiguo: la manada.

Para un Steelguard, la sangre no se cuestionaba. Se defendía. Se protegía. Se amaba con violencia si era necesario. El vínculo era eterno. Como la fidelidad de los lobos, su amor era posesivo, absoluto e inquebrantable.

Y por eso, cuando nació Rosalynn —la primera princesa Steelguard desde su fundación— el Norte celebró como si la luna hubiera descendido del cielo.

No fue vista como un trofeo. Mucho menos como una herramienta.

Fue su luna. Su corazón. Su milagro.

Y cuando fue arrebatada... el Norte dejó de respirar.

***

En la torre mágica del Gran Ducado, el círculo de invocación tembló. El mármol se partió como cristal. Una luz violeta —oscura, y antigua— desgarró el aire. La magia rasgó el tejido del mundo, y del corazón del hechizo, Kalyan Steelguard cayó.

Su túnica estaba rasgada. La sangre le manchaba las comisuras de los labios. Sus ojos —más encendidos que nunca— chispeaban locura, agotamiento y euforia.

—Cuatro días aquí —jadeó— y allá fueron apenas minutos.

Los caballeros y magos que lo esperaban no se atrevieron a tocarlo. Aún vibraba con poder dimensional inestable.

—Qué experiencia tan jodidamente fascinante —rió con tos metálica, limpiándose la sangre con el dorso de la mano.

Uno de los caballeros dio un paso al frente, preocupado. Pero Kalyan lo detuvo con un gesto.

—Informa a mi padre que la vi —sus pupilas temblaron. No de cansancio, sino de algo más profundo—. Está lista.

***

Más tarde Aiden Steelguard escuchó el mensaje en silencio. Se encontraba en el salón del brasero de sangre, donde las llamas oscuras alimentadas por un pacto ancestral, danzaban con lenguaje propio. El fuego no daba calor, pero sí poder. Allí se habían sellado guerras y también juramentos.

El Gran Duque no preguntó. No necesitaba confirmar lo que su hijo había dicho.

—Reúnan todo para el círculo de sangre —ordenó, con voz que retumbó como el acero en el mármol—. Inicien los preparativos. Ella regresará pronto.

***

La nieve seguía cayendo, pero con más fuerza. Cuando Radian entró a la habitación de Kalyan.

El hijo del Norte reposaba entre telas encantadas. Su cuerpo aún temblaba. Su magia estaba desequilibrada, pero su sonrisa torcida seguía en su sitio.

—¿Viniste a sermonearme? —preguntó, sin abrir los ojos.

—No. Vine a preguntarte si valió la pena.

—Cada maldito segundo —murmuró, abriendo los ojos lentamente.

Radian tomó asiento frente a él, con la espalda recta y los brazos cruzados. La tensión entre ellos no era enemistad era hábito. Una dinámica de equilibrio.

—¿Cómo se veía?

Tardó en recibir una respuesta.

—Como quien tuvo que sobrevivir a lo que no debía. Alguien que nunca fue salvada. Rota. Pero aun así hermosa. Como mamá. También se parece a nosotros, pero creo que es más peligrosa.

El hermano mayor bajó la mirada por un segundo y preguntó.

—¿Te reconoció?

—No.

—¿Crees que lo hará? Reconocernos a todos.

—No hay que preocuparse —respondió Kalyan, y por un momento, su voz perdió toda ironía—. Es sangre. Y la sangre siempre recuerda.

Radian asintió con lentitud.

—Nos amara también, ¿Verdad?

Por primera vez en mucho tiempo, la sonrisa de Kalyan era sincera.

—Será inevitable para ella.

***

Muy lejos, en un plano más allá del tiempo, la Diosa Seraphia contemplaba los hilos del destino.

Estaba sola, rodeaba de constelaciones muertas, de oráculos apagados, y de plegarias jamás respondidas.




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