Allí Donde Nacen los Dragones.
El imperio Drakareth despertaba con lentitud, como un dragón que jamás duerme del todo.
En la capital, el cielo amanecía cubierto por una bruma densa, teñida de tonos plomo y escarlata. Los cascos de los caballos resonaban con solemnidad sobre las calles empedradas, mientras carruajes con herrajes dorados avanzaban a paso lento entre las avenidas. Algunos llevaban nobles rumbo a reuniones importantes; otros, aristócratas menores con trajes de seda y bastones tallados, siempre acompañados de criadas y sirvientes que no hablaban más de lo necesario.
La magia no flotaba en el aire como en los cuentos. Se sentía, sí, pero era discreta. Encerrada en las torres, en los grimorios de los sabios, en los sellos ocultos bajo capas de ropa noble. Solo los escogidos podían tocarla, y los plebeyos sabían mantenerse alejados. Una magia clasista.
A lo lejos, la Torre de la Academia Imperial de Magia se alzaba como una lanza dorada hacia el cielo. Sus muros estaban grabados con runas que brillaban solo en las noches sin luna. No muy lejos de ella, el gran Patio de los Espadachines contenía la Academia de Esgrima, donde el eco de espadas entrenando se escuchaba desde el amanecer.
Ambas instituciones eran sagradas. Solo hijos de linajes nobles, con suficiente poder y respaldo político, podían pisarlas. La sangre, el prestigio y la influencia dictaban la entrada. El resto del imperio solo podía mirar desde lejos.
Y entre esos nombres, un destacaba más que ningún otro.
Drakarion.
***
En el Palacio Imperial, la actual emperatriz, Ilyra, observaba el cielo desde los ventanales altos de su palacio personal. Su vestido entallado, de terciopelo rojo oscuro parecido a su rizado cabello, caía como sangre espesa sobre los pisos de mármol. Un sirviente a su lado leía con voz baja el texto del último oráculo entregado por el templo:
—"...y la sangre una vez muerta clamará por justicia. El tiempo se partirá en dos. Lo que fue sellado, volverá a respirar."
El silencio que siguió fue más pesado que la niebla de afuera. Ilyra frunció el ceño.
—¿Estás seguro de que esto no es un intento de presión?
—El templo jura haberlo recibido a través de un rezo compartido entre varios sacerdotes.
—¿Y qué interpretación proponen? ¿Acaso es posible que un muerto se vengue de algo?
—Que se acerca un juicio divino. Algunos creen que podría anunciar la elección de una nueva santa. El pueblo comienza a preguntarse si—
—¿La hija del Norte?
Su voz era como un veneno frío. El sirviente se limitó a bajar la mirada.
—Yo... no podría decirlo, Su Majestad.
—La princesa Steelguard murió junto a su vulgar madre. Eso es lo que el imperio sabe. Y eso es lo que seguirá creyendo —sus plateados ojos se clavaron en las cortinas que el viento movía como lenguas de fuego.
"Pero si está viva, si la santa logró esconderla..."
No lo dijo en voz alta. No tenía que hacerlo. El temor estaba allí, agazapado entre sus huesos.
***
Mientras tanto, el príncipe heredero, Kaizen Drakarion, no estaba en su palacio como suponían todos. A esa hora, cruzaba caminos a toda velocidad, en un caballo. Sin escoltas, sin protocolo. Solo él, una capa negra, y el frío de la mañana golpeándole el rostro.
Su escape no era por la rebeldía de un adolescente de diecisiete años. Era por necesidad.
Necesitaba pensar. Necesitaba respirar. Realmente necesitaba estar lejos del palacio antes de que su cuerpo comenzara a gritar de nuevo.
Porque esa mañana, al despertar, había sangre en su almohada. Otra escama en el costado. Y otro suspiro de la maldición que lo acompañaba desde su nacimiento.
Cuando llegó a los terrenos de la Torre Mágica, fue recibido por un guardia que no se atrevió a mirarlo a los ojos.
—Se encuentra en la biblioteca del sótano —dijo, bajando la cabeza—. Como siempre, Su Alteza.
Caminaba por los pasillos silenciosos, donde los muros vibraban con magia contenida. Hasta que finalmente, lo encontró. Kalyan Steelguard estaba sentado en el suelo, rodeado de libros flotantes, garabateando fórmulas en el aire con tinta que no parecía del todo negra. Su cabello largo caía, el mechón negro enmarcando una sonrisa que no prometía nada bueno.
—Llegas tarde, dragón —habló sin alzar la vista—. Pensé que los príncipes sabían ser puntuales.
—Pensé que los locos dormían hasta tarde.
—Toqué tu sello anoche.
Kaizen se detuvo en seco.
—¿Qué? Sé que estas mal de la cabeza, pero no tenía idea de que fueras un pervertido —con un movimiento suave, se echó hacia atrás la capucha, dejando al descubierto su oscuro cabello, y ojos brillantes que parecían oro.
—Ja, idiota. Como sea, sentí que latía. Es un poco diferente. Se mueve... como si algo lo llamara o quisiera escapar. No estoy seguro.
El príncipe no respondió. Se sentó frente a él, cruzando las piernas con dificultad. Su respiración era pesada, pero aún elegante. Igual que si cada exhalación le costara una guerra interna.