Princesa de las Sombras

Capítulo 7

La Luna Ha Vuelto

El mundo se abrió con un grito. No un sonido. No una voz. Un pulso. Oscuro. Sagrado. Absoluto.

El gran salón de la mansión, tembló como si una bestia invisible hubiera respirado desde el fondo de la tierra. Las columnas vibraron. Las luces parpadearon. Las sombras se alargaron y se encogieron como si se arrodillaran. Y en el centro, donde el círculo de sangre estaba tallado con runas selladas hace siglos, ella apareció.

Cayó de rodillas sobre el mármol oscuro, jadeando. El aire era denso, helado, distinto. Sus manos temblaban. Su cuerpo ardía. Pero no de fiebre sino de maná.

Todo en ella era distinto. Su cabello, antes opaco y manchado, brillaba como plata bajo la tenue luz del salón, con un mechón negro cruzando su sien como una cicatriz heredada. Sus ojos, encendidos en rojo, miraban a su alrededor con una mezcla de confusión y alerta. Y su respiración era la de un animal acorralado.

No sabía dónde estaba. Pero sabía algo con una certeza dolorosa:

Este lugar me pertenece.

El Gran Duque Aiden Steelguard entró primero. Vestido de negro, con la capa arrastrando escarcha helada, las manos sin guantes y los ojos...vivos.

Por primera vez en trece años, vivos.

Tras él, sus hijos. Radian, firme como una estatua de hielo, pero con las pupilas dilatadas. Kalyan, por alguna razón seguía usando esa túnica, aquella manchada con la sangre que expulso al cruzar dimensiones.

Cuando vieron a Rosalynn —pequeña, agitada, rota— no pudieron hablar. El silencio fue absoluto. Y en ese silencio, ella los vio. Sus cuerpos, sus miradas, sus auras. No los conocía. No conocía esos rostros. Pero algo en su interior se estremeció.

El poder en su sangre, que hasta entonces vibraba sin forma, se agitó como una criatura que reconocía a los suyos. Un temblor le recorrió la espalda. No de frío. De adrenalina. De emoción. De miedo... y de algo más.

¿Quiénes son? Siento que los conozco, pero esta es la primera vez que los veo. Bueno, eso no importa. Si esperan ver a una niña perdida, entonces eso les daré. Haré que bajen la guardia —se dijo con desprecio.

Retrocedió. Un paso. Luego otro.

—¿Dónde... estoy? —murmuró, con voz infantil.

Kalyan soltó una risa ahogada que parecía un sollozo.

—Estás en casa.

La niña alzó la mirada y sus ojos se clavaron en los de él.

—No. Yo no tengo casa —dijo firme, con un hilo de desafío.

Aiden esperando el momento adecuado avanzó lentamente. Hasta quedar apenas a un metro de distancia. No la tocó. No la rodeó con los brazos. Solo se arrodilló.

El Gran Duque del Norte. El Lobo Blanco. El Demonio de Guerra. El guerrero que hizo temblar reinos y hasta naciones... de rodillas.

Luego, en un acto que nadie había visto jamás, desenvainó su espada. La gran espada de un patriarca. La colocó frente a sí, clavándola en mármol, con una facilidad que parecía romper la realidad. Una ofrenda. Una promesa.

Con manos lentas, se quitó la capa y los anillos. Uno era el símbolo de su matrimonio con la difunta Gran Duquesa, otro con una impresionante joya roja que no parecía un rubí sino algo más valioso. Ese era el anillo del jefe de la familia. Pasado de generación en generación. Cosas tan valiosas, dejadas a un lado. Igual que si se despojara de su título, su historia, su fuerza. Quedando solo un hombre. Un padre.

—Mi luna... —murmuró, y su voz tembló como un campo de batalla.

Rosalynn se llevó una mano al pecho. El temblor en sus huesos se había vuelto punzante.

—No...—su voz se escuchaba quebrada, esta vez no era actuación—. No sé quién eres.

Sin aviso, las lágrimas descendieron por las mejillas de Aiden. No hizo gesto alguno. No bajó la cabeza. Solo lloró. Silenciosamente. Con una dignidad brutal.

Radian, detrás de su padre, se mantuvo firme. Sus manos estaban cerradas en puños, pero su respiración se descompensaba. Una sola lágrima cruzó su rostro. No la limpió. Él simplemente no se movió en lo absoluto.

Cuando ella lo miró, por un instante, vio una grieta. Una herida abierta, perfectamente contenida.

Y Kalyan... Kalyan dejó caer su peso contra una columna, riendo y sollozando al mismo tiempo, hasta terminar sentado en el suelo, con el rostro enterrado en las manos.

—Lo sabía —habló entre dientes—. Lo sabía. No fue un sueño.

—¿Yo...fui abandonada?

Su padre con la mano en su pecho y ojos que parecían incendiarse de culpa:

—No. Te alejaron de nosotros.

Ella cayó de rodillas. El mármol no dolía tanto como el latido que le atravesaba el pecho.

—Duele estar aquí, duele mucho.

Kalyan levantó la cabeza:

—Tu alma ha estado en el lugar equivocado demasiado tiempo. Ahora que ha encontrado donde pertenece, duele. Pero pronto pasará, estarás bien.

—Te esperamos, nunca te olvidamos —habló Radian, finalmente. Su voz era baja, pero firme—. Cada día. Cada segundo. Durante trece años.




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