Capítulo I
“Regreso”
Sus brazos… No, mejor iniciemos por su calor corporal. Es tan cálido y fortificante como el café de cada mañana. Y así como este, Keng es el latido que impulsa el pulso de Lié, quien, escondida bajo las sábanas, lo abraza tumbada sobre su pecho.
—Keng… —bisbisea la chica de ojos cafés, dibujando círculos en el hombro del contrario—. ¿Te arrepientes de estar conmigo?
Él bufa ante tal pregunta, atrayéndola más hacia sí y fijando su mirar en el suave rostro de la trigueña.
—No, nunca. Jamás vuelvas a preguntar semejante barbaridad o tendré que castigarte —bromea el rubio coqueto, haciendo que su sonrisa provoque fuertes olas de calor en las mejillas de ella—. ¿Qué pensaste?
—Nada —logra mentir cubriendo su rostro carmesí—, nada...
—¿Quieres que te diga lo que pensaste?
Ruborizada le asiente, aún con dudas y vergüenza, pero eso no impide que lo mire a los ojos mientras él masajea su cintura.
— ¿Poética o vulgarmente?
— Poética, por favor. —escoge ella sin siquiera pensarlo.
— Por esta hermosa cabecita acaban de pasar los recientes recuerdos de esta noche —sube una mano a la mejilla de la reina, sin hacer nada más que palparla para que ella se exalte—, porque deseas nuevamente sentirte mía —lame sus labios, llamando de nuevo a la tentación—. ¿O me equivoco?
Lentamente, por debajo de las sábanas, las yemas de sus dedos suben por el muslo de ella hasta su espalda baja. Ambos sueltan un ligero gemido.
Tan cerca están sus bocas, chocando aliento con aliento, nariz con nariz. Solo basta un mordisco para fundirse en un intenso beso, interrumpido por el llanto de una bebé.
Abandonan su burbuja por unos segundos, sonriendo antes de que él vaya por otro beso. Lié ríe y le sigue incorporándose.
—No, tranquila —la detiene por el brazo y la vuelve a tumbar junto a él—. Yo voy.
Deja un húmedo beso en sus labios y, colocándose los calzones, camina hasta la cuna de la niña. La carga y la acuesta sobre su desnudo pecho. Ronda la habitación dejando que la bebé cierre su manita izquierda alrededor de su dedo índice.
—Preeechiocha bebé —el padre encoge su cuello para mirar la carita de su pequeña adormilada—. Tan linda, siempre cumpliendo con sus horarios, ¿no, mi amor?
Alega todo enternecido, besando su frente y ganando con ello la sonrisa de ambas. Mientras la bebé frota su naricita repetidas veces contra el torso de él, la madre se acomoda en la cama con planes de dormir.
Son más de las tres y cree suficiente a su esposo para dejarlo encargarse de la niña.
— ¡Qué ojazos! —infla sus mejillas, rozando la naricita de la niña—. Belleza divina como su mami. Ni las caléndulas de octubre te hacen competencia.
Sopla su ombliguito y, a mitad de carcajadas, ve de reojo a su mujer sentada en la cama, sonriendo.
— ¿Sabes que tu mami es mi adicción?
La bebé, sin tener la más mínima idea de lo que hablaba el gigante que la cargaba, ríe a carcajada limpia cuando una ola de viento arrasa por su barriguita.
En tanto, siendo fiel oyente de su hija, él se encamina a sentarse en la cama.
— Esa figura desnuda que ves detrás de mí es la diosa de tu mami que me prende hasta el...
— ¡Keng!
— ¡auch! —protesta, levantándose al sentir un pellizco en su trasero—. Lié, amor, eso duele.
— Es una bebé —justifica ella, apoyada en su antebrazo mientras él se balancea de un lado a otro—. No voy a dejar que le digas esas cosas.
— Ay... —se ríe, mirando los ojos rojos de la niña— Ella no entiende nada, dudo siquiera que se acuerde de todos estos momentos.
— Por si las dudas.
— ¿Tu recuerdas algo de cuándo eras bebé?
— No. —le dice y antes que él cante victoria, ella se apresura a decir— Tampoco tengo los ojos rojos.
Él niega, evadiendo iniciar la dichosa conversación por milésima vez.
Besa la frente del pequeño ser en sus brazos, la cual deja escapar una sonora risita para luego lamer el hombro del rubio, que la miraba en modo acogedor.
— ¿Keng?
— No, mi amor. —le mira, paseando por la habitación— Ahora no.
Sintiendo el pesar en su pecho, ella se tumba en la cama, exhalando.
Él acuna a la bebé, tarareando una canción. Su amada, sonriente, frota con sus nudillos sus ojos; dándole la espalda y abrazando la almohada.
— Ves, mi amorcito —le habla a la bebé, acostándola en su antebrazo—. Eso es lo que no debes aprender; no seas así de pesada como tu madre. Una mujer demasiado terca.
— Oyeeee... —lo interrumpe, sin ver, pero sabiendo a la perfección que su esposo está sonriendo a sus espaldas— deja de reír y duérmela.
El chico de uno ochenta y nueve de estatura retomó la canción, paseando por toda la habitación de blancas cortinas y muebles color mostaza.
— mmm… pa...pá
Keng la mira, sorprendido, y su esposa abre los ojos de forma trepidante, levantando la cabeza.
— ¿Qué dijiste, mi bebé?
El desconcierto de él no desecha la amplia y espontánea sonrisa en su rostro.
— Papá… —balbucea la niña entre babas y la lengua afuera.
De los labios del rey se escapa una contagiosa y armoniosa risa. Observando, detenidamente con sus ojos zafiros, las articulaciones de la pequeña boca de su princesita de cuatro meses.
— Dilo otra vez… dime papá —la separa de su pecho para levantarla y mover la boca con lentitud a cada pronunciación de sustantivos— paaaapáááá, pa-pá.
— mmmm… aaa… maaa… —la bebé aprieta los labios, intentando seguirle el ritmo, divertida.
— ¡Dilo, dilo! —se levanta con rápido y, emocionada, llega al lado del rey— di mamá, MAMÁ...
— Oh, ¿quién perversa ahora? —frunce el ceño al verla descubierta, algo inusual en ella fuera de la cama.
— ¡Shhh! Cállate que la interrumpes —se acerca a tomar la niña, pero él se lo impide, provocando que de ella salga un puchero—, déjame cargarla.
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Editado: 21.06.2025