Princesa del diablo.

Capítulo VIII

Capítulo VIII

"Perdón"

Narra Keng H.W (Rey)

Me dolió hacer lo que hice. Fue difícil quedarme quieto, sin respirar, soportando el hecho de oírla llorar mi nombre aquel día en que todo se estropeó aún más.

Sea como fuere, era lo necesario para alejarlas de todos los errores que cometí al no darme cuenta de las empresas fantasmas.

Las notas anónimas solo me impulsaron al plan: fingir mi muerte, ir a buscar a esa persona, seguir hilos, acabar con ella y volver a casa a ver las hermosas sonrisas de mi familia.

Ahora es hora de detener el sufrimiento que causé para que pareciera más real. No soporto verla tirada en la cama, sudando frío e inconsciente.

Le prometí que nunca la haría sufrir y terminé siendo el que apagó esa sonrisa por la cual luchaba como un puto loco obsesionado. Lo admito, me pasé del tiempo límite con esta farsa.

Tengo que hacer algo. Que despierte. Eso.

Me enfoco en su hermosa carita, en su mente y trato de entrar en ella.

Abro esa pequeña puerta que se interpone como cerradura, en la oscuridad debajo de mis párpados; entre un espacio de tiempo donde solo el viento hace ruido.

«~ Liè, mi amor....

La puerta en su pecho se entrecierra. Mi agarre en el marco de la puerta se debilita, por unos segundos. Estoy débil. No he comido nada en estoy días de moribundo.

Vuelvo a entrar, a abrir. Y la siento.

«~ Tú puedes con esto. Eres fuerte. ¡Fuerte! Despierta.... ¡Despierta!

Y caigo al suelo. Pensé que los pescados que comí anoche me servirían de resistencia para el día de hoy.

— Oh, majestad. Bienvenida.

Agudizo los oídos. Matilde es la que ha hablado. Me oculto, a rastras, detrás de la pared que separa el espacio entre el dormitorio y el balcón.

Le cuentan lo ocurrido. Dicen que se desmayó hace más de una hora y media. El llanto de Liè me quiebra. Me hace sentir lamentable, inútil.

— Salid, por favor...

La escucho pronunciar con fragilidad y los pasos arrastrados de los demás se desvanecen en segundos.

Me atrevo a mirarla. Está abrazando su abdomen, con la mirada caída. ¿Será capaz de perdonarme? Espero que sí. Entenderá que lo hice por su bienestar.

Su rostro, más pálido de lo normal, y sus manos perdiendo el total control sobre sus nervios son la señal de que si continúo con esto, la llevaré al desquicio total.

Y no puedo permitirlo; tampoco tengo las pelotas para irme sin despedirme cuando no tengo certeza de lo que me sucederá.

Su sombra decaída se dirige al armario y rebusca en varias de mis camisas hasta tomar la que, desde aquí afuera, parece ser mi favorita, con su firma en la zona de mi pecho.

Y voy. Doy unos pasos hacia adentro, abriendo las puertas por fuera. Ella siente mi presencia, detiene su respiración hasta voltear y verme con ojos llorosos.

— Keng...

Dice sin tartamudeos. Eso es bueno.

Su figura delgada camina hasta mí, aferrándose aún a la tela azul cielo. Esa mirada perdida por fin enfoca un punto fijo y, petrificada de pupilas, deja caer diminutas gotas cristalinas por sus mejillas.

— ¿Keng? —vuelve a repetir, palpando mi rostro con temor. Me limito a cerrar los ojos para aguantar el llanto y deshacer el picor en mi nariz—. Eres... ¿eres real?

Su aliento roza mi mejilla y siento sus manos en mis brazos. La miro. Sigue comprobando mi integridad. Tan hermosa... no importan sus ojeras o ese rojizo que quema sus párpados. Ella es hermosa, una flor que sobrevive en invierno y verano.

Detengo sus manos y las subo; las beso, las acaricio como aquella última madrugada que tuvimos.

— Perdóname...

Acuno su afligido rostro; ella cierra los ojos. Deslizo mi pulgar sobre sus hinchados labios. Ellos aclaman los míos. Puedo sentirlo.

Y, sin más, la beso. El cosquilleo vuelve a mi cuerpo; mis alarmas se encienden por completo. Es tan dulce y picante. Le sigo besando, pegándola a mi cuerpo.

Extrañé tanto sentirla cerca, tocar su suave piel de porcelana, enredar mis dedos en sus cabellos para que no huya, no haga el intento. Lamer sus labios, oler su perfume de jazmines a primera nueva. He extrañado hasta sus regaños a cada rato.

Pero me empuja, se aleja de mí y me mira. Esa mirada destructiva.

Estoy perdido. Ya me veo en la guillotina. Pero bueno, mientras sean sus manos quienes me guíen allí... yo...

Mi sistema se detiene al sentir sus labios de nuevo. Salta a mi cintura; la agarro y enrolla sus brazos en mi cuello. No puedo evitar sonreír.

— ¿Me...?

No me deja hablar. Me besa con ferocidad, con bellaqueo. Mueve sus caderas encima de mí, queriendo ir más lejos, haciéndome fuerza hacia la cama. La agarro por la nuca, reponiéndola en la posición perfecta para comerme sus labios sin perder el aliento.

Aunque no es el momento correcto para hacerlo. Me controlo, quito fuerza a mi agarre y busco algo en qué pensar, abriendo los ojos. Ella sigue haciendo de las suyas con mis labios.

Guerra, muerte, disparos, bombas. Redondas como sus pechos sensibles; que no tengo ni la más puta idea de cuándo se ha quitado el chal que traía. Solo sé que no fue mala idea.

Se aleja, sonriendo como vampiro que acaba de apresar a su cena. Se vuelve a acercar y me muerde, tan fuerte que he llegado a pensar que es una clase de castigo. Pero no importa.

Ondula sus dedos en mi cuello, dirigiendo sus labios en esa dirección. Su boca se siente tan rica. Mi sangre hierve cuando sus dientes muerden el lóbulo de mi oreja. Sus caderas vuelven a sus movimientos sobre mis manos, y la pijamita que trae me deja entrada fácil a su entrepierna.

Me muerde fuerte la oreja, llevando a un gemido. La oigo reír. Qué malicia.

— Liè...

— Mmm... no, no —se apresura a decir, negando con la cabeza—. Te necesito.




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