Hasta llegar al mundo humano, no pedía ningún deseo cuando veía una estrella fugaz en el cielo. Recuerdo que la primera vez que entrelacé los dedos y pedí uno, este consistía en una sola cosa:
«No quiero regresar a Ferilandia».
Y ahora, nada más hay que verme. Caminando por los pasillos del palacio imperial rumbo al jardín que tanto soñé visitar de niña. Todo para tomar el té con el rey de una de las cortes más importantes de las tierras altas.
Lo digo y no parece real. Este es el «sueño» más largo que he tenido. Mi corazón se agita más fuerte por cada centímetro de mi trayecto. Por suerte, voy acompañada de dos sirvientes de Zyran. ¿O de Allister? Sabrán ellos. Lo importante es que no estaré a solas con una persona que Zyran describió como peligrosa.
Su comentario me resonó de tal forma que mi vestimenta compite con la de una monja. Me he puesto uno de esos vestidos con cuello de tortuga, mangas largas y faldas hasta los talones. Pensándolo bien, debí escoger uno hasta el suelo.
Mientras más cerca de un burrito esté, mucho mejor. Incluso siento que me falta más rollo. El que un rey se interese en mí —lo que convierte a la situación en demasiado fantasiosa—, sería la gota que derrame el vaso. Estoy esperanzada porque se trate de un feérico aburrido que se olvidará de mí en lo que menos cante un gallo.
Me comportaré como una tumba.
El rey me citó en la misma glorieta donde sucedió nuestro primer encuentro. Más que mirarlo, mi vista recae en la pequeña mesita donde está el té. Hay un platillo de bombones y dulces. Esos bombones me parecen familiares. Los he visto antes, ¿pero dónde?
—Me alegra que hayas aceptado mi invitación —dice sonriente. Al instante, hago una reverencia. Los bombones me distrajeron hasta el punto de olvidarme de los formalismos—. Toma asiento.
Me ubico frente a él. Los jóvenes que me acompañan, uno humano y otro feérico, mantienen una distancia prudente con nosotros. No querrán ofender al rey.
—Muchas gracias por invitarme —digo cabizbaja—. Cuando dijo que volveríamos a vernos, no creí que sería tan pronto.
—La noche estuvo ajetreada. No tuve tiempo de hacerte un par de preguntas.
¿Preguntas? No quiere sacarme información de Zyran, ¿o sí? No me puedo dar el lujo de que él «confirme» su loca teoría de que soy una espía.
—¿Ah, sí? —sonrío mirando a los lados. Una feérica nos sirve el té. Desde aquí me da el aroma de la infusión de miel y hojas otoñales—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—¿Te gustan los chocolates? Ayer vi cómo te escabullías en la mesa de dulces y te llevabas una gran cantidad. ¿De dónde sacaste la bolsita?
Que tampoco exagere, ¿cómo que una gran cantidad? Y, oh. Me estaba observando. ¿Lo hizo toda la noche hasta que nos fuimos?
Bien, comienzo a inquietarme.
—Algo así —jugueteo con los dedos.
—Los traje para ti. Son un regalo por acompañarme anoche.
—No es necesario —agito las manos. No necesito preguntar qué tan costosos son; lo veo a simple vista—. No tenía que molestarse.
Por más apetecibles que sean, no puedo aceptarlos.
—No fue una molestia —toma la taza—. Tengo una duda. ¿Cuántos años tienes?
¿Y eso por qué?
—Amh, veintidós.
—Veintidós... —repite melancólico—. Vaya, es una gran coincidencia. Tienes la misma edad que tendría... —toma una pausa, dándole un sorbo a la bebida—. Te parecerá extraño, pero ayer no fue la primera vez que vi tu rostro.
¿Qué?
—¿Disculpe? —se me hace imposible disimular mi sonrisa incómoda. ¿Está divagando?
—Luces igual a cómo soñé que se vería mi hija de haber tenido tu edad. Es increíble.
Pregunto de nuevo: ¿qué? Zyran estará contento. No llamé su atención como la de una amante, sino por mi parecido con su hipotética hija muerta.
—¿Puedo preguntar qué sucedió con su hija?
—Ella... —baja las cejas—. Falleció en un accidente. Al menos eso fue lo que me contaron. Todo sucedió poco días antes del día previsto para su nacimiento. Mi pequeña Aysadeth murió junto a su madre antes de ver el mundo.
—Lo siento mucho —le doy el primer sorbo al té. Sabe mejor de lo que supuse.
—No lo sientas. No sé si sea porque nunca vi su cadáver, pero mi corazón me dice que continúa con vida. Sé que está por ahí; en algún lugar de este vasto mundo.
—Es normal sentirlo. Es una forma de afrontar una pérdida trágica.
Aunque ya han pasado más de veinte años. Supongo que para alguien tan longevo, se fueron en un parpadeo. Tal y como él mencionó la otra noche.
—La única diferencia radica en tus orejas. Son redondas —pues sí, no soy su hija—. ¿De qué parte del mundo humano vienes? ¿Cómo terminaste al lado del cuarto príncipe? Me produce curiosidad.
—Una cosa llevó a la otra —agilizo los tragos.
—¿Ya quieres irte? —sonríe y yo freno—. Te entiendo, tranquila —desliza el cuenco de dulces a mi dirección—. Por favor, acepta mi regalo. No te pido nada a cambio.
—Bien —lo aceptaré para que no se ofenda. Ya después los tiro.
O tal vez no. Dijo que no acepta nada a cambio. ¿Cómo podría rechazarlos?
—Otra pregunta, ¿eres un híbrido?
—¿Eh? —la taza por poco se me cae de las manos—. ¿Por qué lo pregunta?
—Soy lo suficientemente viejo para reconocer a un híbrido cuando lo tengo delante. Eres distinta, pero el exterior no elimina la naturaleza que hay en ti.
—Mi padre me abandonó al nacer. Es posible que yo no fuera lo que esperaba —echo un suspiro—. Los feéricos tienen hijos con los humanos, pero nunca esperan que seamos como estos.
—¿Qué tipo de persona hace algo como eso? Mientras que yo sufro por mi hija, otro abandona la suya. Es irónico —se pone de pie—. Ella se trataba de un híbrido al igual que tú. Y de haber nacido con las orejas redondas, la habría amado igual.
—Me alegra escucharlo.
–Tu parecido con mi difunta esposa es increíble. Me desvarió un poco cuando te vi. Tal vez provienen del mismo lugar.