Todos los días, se despertaba con una flor junto a su almohada. Un mimo de buenos días que lograba animarlo hasta que se iba a dormir.
Había veces en la que no oía cuando él entraba a su habitación a decorar las flores sobre el balcón y cuando despertaba ya era tarde. Pero a veces, era dichoso de tener la oportunidad de oírlo y hacerse el dormido a la par que lo observaba.
Su habitación era extensa, demasiado enorme y vacía para su gusto, pero, del lado derecho de su cama, tenía una extensa puerta que daba espacio a su balcón personal, rodeado de flores y que la vista invitaba a admirar cada lugar de su jardín.
Todas las mañanas, Sett entraba, teniendo la amabilidad de no despertarlo, ir al balcón, y regar sus flores que tanto quería, recortarlas, cuidarlas. Cuando lograba escucharlo, se ponía de costado arropado entre sus sábanas y, entre tímidas sonrisas, lo observaba de espaldas. ¿Sus orejas eran igual de suaves que las flores?
Cuando terminaba con su trabajo principal, Aphelios cerraba sus ojos fingiendo dormir y Sett dejaba una flor junto a la almohada, a veces apoyada de una ligera caricia en sus cabellos.
Era suficiente para tener energías para todo su pesado día.
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Aphelios era especial. Era el príncipe de todo el reino de Lunari. Sus padres le enseñaban todos los días, algo diferente sobre cómo debía actuar cuando se convierta en rey, que responsabilidades debía tomar pero eso no le importaba mucho; él quería que su hermana fuera la verdadera reina del lugar.
—La flor de hoy es bastante bonita —opinó su madre y Aphelios sonrió.
Los días que no debía asistir a clases, Aphelios disfrutaba con sus padres y hermana las cálidas tardes. Ya sean en la sala o en el jardín, escuchando alguna historia de sus ancestros reales, de sus padres cuando eran jóvenes o como Alune conocía nuevos amigos.
Siempre, con la flor regalada por Sett, entre sus manos.
—Combina con tu cabello, Phelphel —su hermana agarró la flor entre los dedos de su hermano y, desde el tallo, la acomodó entre los finos cabellos del muchacho. El violáceo junto con el blanquecino color de la flor, se entremezclaba a la perfección con él.
Y aquello lo hacía demasiado feliz.
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Para su suerte, tanto Sett como su madre, vivían en el castillo desde que él era un bebé.
Alune le había contado, varias veces, la historia de cómo una noche de tormenta, un mujer de larga cabellera blanca –como la mía, siempre decía Alune mientras jugaba con sus cabellos-, y un bebé en brazos –como tú, Phelphel y picaba con uno de sus dedos la nariz de su hermano-, tocaron la puerta para pedir por amparo en esa oscura noche.
Pese a venir de la realeza y tener un alto poder económico, algo que caracterizaba a los padres de Aphelios, y siempre les enseñaban a él y su hermana, era bondad en su corazón. Por ello, luego de escuchar como la desamparada mujer huía del abandono de su marido y el infierno del pueblo por culpa de su hijo mitad demonio, aceptaron que se queden con ellos.
Sett no era un demonio. Sett era mitad Vastaya. Vastaya como su madre. Una especie casi extinta pero que ante la ignorancia del resto de los pueblos, creían que eran demonios.
Su padre le había contado historias sobre los Vastayas, cuando un Aphelios de 6 años se preguntaba porque a Sett le estaban creciendo orejas encima de su cabeza a diferencia de él y su hermana.
Desde ese día, lo observaba desde el balcón. Él y su madre, decoraban todo el extenso jardín, dudaba incluso que fuera más amplio que el castillo. Tenía un laberinto donde con su hermana jugaban a esconderse, tenía una gran mesa y sillas que servían para las tardes de té en primavera, había una cascada y también hamacas.
Aphelios tenía todo, hasta vergüenza, de preguntarle al pequeño Sett si quería hamacarse con él.
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Aphelios era curioso. Su hermana transitaba la universidad y, pese a no ser obligatoria para los futuros reyes, ambos querían estudiar y no dejar ser pisoteados por nadie de ninguna región. Y ahora, a sus 18 años, se preguntaba por qué Sett no estudiaba.
—Los colegios son muy caros aquí, Phelphel. Y a lo mejor su madre no quiere no quiere exponerlo a la crueldad de los mismos humanos por su condición.
Cada que mencionaba el tema, Aphelios se ponía triste. Pero su madre prometió solucionarlo: buscaría quien diera clases en su hogar, para que Sett también estudie.
—A él le gustan las flores —comentaba, como si sus padres no notaran la pasión que tenía el rojizo.
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A pesar de vivir en el mismo techo, pocas veces se cruzaban. Cuando Aphelios no estaba encerrado leyendo algún libro, salía a caminar por el extenso jardín, con la esperanza de encontrarse con su amigo. Lo buscaba entre las flores, a veces se atrevía a buscarlo en su habitación, en el salón de juegos e incluso en el comedor. Pero sólo encontraba a la madre de este, charlando con Alune.
—Hola, pequeño —Aphelios sonreía con timidez y asentía, buscando con ojos tristes una última vez rastro de Sett—. ¿Buscas a Sett? Consiguió un trabajo de repartidor en una florería, no tardará en llegar.
En busca de refugio, se sentó junto a su hermana. El mundo exterior era peligroso. ¿Y si algo le pasaba algún día? ¿No eran suficiente, las flores de su jardín, que necesitaba irse a una florería?
—Necesitamos un jardín más grande —pero ninguna de las peliblancas, entendió su intensión.
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Llevaba días sin verlos, sin compartir con él alguna cena familiar, o un desayuno al medio día. Sólo recibía la flor de cada día, y ya no podía sólo conformarse con ello.
Había pasado los días anteriores estudiando, la escuela estaba a punto de llegar a su fin y debía prepararse para la universidad, pero no era divertido ir a la biblioteca de su hogar sólo, sin la compañía de Sett. Le gustaba oír sus historias del trabajo –aunque aún no le agradaba por completo que salga-. ¿Había conseguido nuevos amigos? ¿Se iría del castillo por ser aburrido?