Príncipe Vladímir el Grande

La sombra de Sviatoslav: la herencia del padre

El sol apenas lograba abrirse paso entre las nubes oscuras sobre Kiev, como si la naturaleza dudara si valía la pena iluminar una ciudad donde cada piedra era testigo de una historia antigua y cada sombra susurraba sobre batallas pasadas.
Vladímir estaba de pie junto a la alta ventana de su terem, contemplando el Dniéper que llevaba sus aguas hacia el mar, del mismo modo que su padre alguna vez llevó la gloria de la Rus hacia los confines más lejanos del mundo.
El aire era denso, cargado de una presión inexpresable, de una sensación de peso inmenso que caía sobre sus hombros no como el manto de un príncipe, sino como las pesadas cadenas de un heredero.

Escuchaba sus voces incluso en el silencio. Los boyardos, los voevodas, incluso los simples guerreros: cuando lo miraban, no veían a Vladímir, hijo de Malusha, sino solo el reflejo del poderoso Sviatoslav.
Sus ojos decían lo que sus labios temían pronunciar:
¿Tendrá la fuerza suficiente?
¿Será digno de continuar la obra de su padre o será solo una pálida copia, una sombra que intenta imitar los movimientos de un gigante?
Esas preguntas flotaban siempre en el aire, creando una presión invisible más pesada que los muros de piedra del detinets de Kiev.

Sus propios recuerdos de su padre eran como fragmentos de una antigua saga.
Sviatoslav permanecía en su memoria de niño como una figura imponente a caballo, con el olor del cuero y el metal, con una voz firme que daba órdenes que nadie osaba discutir.
Era una leyenda incluso en vida, y su muerte no hizo sino agrandar esa leyenda, convirtiendo al hombre en un ideal inalcanzable, en un mito imposible de igualar.

Una vez, siendo niño, Vladímir escuchó a uno de los voevodas de su padre contar una batalla contra los jázaros.
Sus palabras pintaban una escena no de hombres, sino de titanes que luchaban contra los mismos dioses.
Y en el centro de ese torbellino estaba Sviatoslav: indomable, valiente, como si el destino mismo hubiera tomado forma humana.
Fue entonces cuando el niño sintió por primera vez esa fría distancia entre sí mismo y aquella imagen.
No deseaba ser el eco de la gloria de su padre.
Quería forjar su propia voz, su propia canción.

Pero el legado de Sviatoslav no era solo cuestión de gloria; eran exigencias concretas: la obligación de estar siempre preparado para la guerra y poseer una voluntad de hierro.
Ser príncipe no era un oficio pacífico; era como caminar sobre el filo de una espada.
Cada paso suyo era comparado con los pasos de su padre.

Vladímir se apartó de la ventana; su mirada cayó sobre una gran espada colgada en la pared.
Aquel arma había pertenecido a su padre.
Nunca la había tomado en sus manos.
Pero ahora, lentamente, extendió la mano y tocó el metal frío.

Entonces comprendió: su lucha no era contra la sombra de su padre; era contra su propia sombra.

En algún lugar de la ciudad, el canto de un gallo anunció un nuevo día.

El primer paso hacia su propio destino no se dio en el campo de batalla ni en el consejo de boyardos, sino allí, en el silencio de su habitación.

La sombra de Sviatoslav permanecería con él para siempre; pero ahora sabía que podía caminar junto a ella.

Vladímir se detuvo ante la espada y la contempló largo rato.

Y entonces dio su primer paso.

Nadie sabía aún qué consecuencias tendría ese paso.
Pero Vladímir sabía una sola cosa con certeza:
que nunca más volvería a dudar.

Y esa determinación lo cambió todo en un instante.

Algo dentro de él cambió para siempre.
Salió de la habitación siendo otro hombre.
Y nadie podría alterar ese hecho.

Vladímir salió al mundo dispuesto a enfrentarlo todo.
Y su primer paso fue una decisión firme sobre sí mismo.
Y eso, más que nada, definiría su destino para siempre.




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