Nubes oscuras se reunían sobre Kiev, y el viento silbaba entre las murallas de madera del recinto principesco, como si el destino mismo advirtiera al joven Vladímir sobre la cercanía del cambio.
De pie junto a la ventana de su aposento, miraba las nubes que se acumulaban sobre la ciudad y sentía que algo pesado e inevitable se aproximaba.
No era solo una tormenta del cielo, sino también la tempestad en su alma, donde los sueños juveniles chocaban con la fría realidad del poder.
Cada gota de lluvia que golpeaba el cristal le recordaba las palabras de su abuela Olga, su sabiduría y sus advertencias.
Recordaba sus historias sobre la dificultad de gobernar, sobre el peso que implica ser responsable de miles de vidas.
Y ahora esa responsabilidad caía sobre sus hombros, y la sentía como una piedra real, tangible.
Sus dedos rozaron de manera inconsciente el símbolo del tridente que llevaba sobre el pecho —emblema de su linaje, símbolo del poder futuro.
No era solo un signo: era una promesa hecha a sí mismo, una promesa de convertirse en digno heredero de su padre Sviatoslav y continuar la obra de su abuela Olga.
Pero esa promesa exigía sacrificios; exigía renunciar a una parte de sí mismo, a la inocencia que aún quedaba en su corazón.
Los recuerdos de su infancia —las noches cálidas junto al fuego, las historias contadas por su madre Malusha— ahora parecían tan distantes, como si pertenecieran a otra vida.
Ya no era aquel niño que jugaba en las orillas del Dniéper.
Ahora era un príncipe, y lo esperaba una lucha; una lucha no solo por el poder, sino por el alma misma de la Rus.
Salió de su habitación y caminó hacia el salón donde se reunían sus fieles guerreros.
Sus rostros, iluminados por el resplandor de las antorchas, mostraban decisión y lealtad.
Sabían que se acercaban tiempos difíciles, que hermano se alzaría contra hermano.
Pero creían en él, en su fuerza y en su inteligencia.
Y esa fe le daba vigor, aunque al mismo tiempo lo asustaba.
Vladímir se acercó al gran mapa de las tierras de la Rus extendido sobre la mesa.
Su mirada recorrió los contornos familiares, los ríos y los bosques, las ciudades y las aldeas.
Esa era su tierra, la tierra de sus antepasados, y debía protegerla, unirla, fortalecerla.
Pero el primer paso en ese camino sería la lucha contra su propio hermano.
Sentía crecer dentro de sí algo nuevo, algo fuerte y poderoso.
No era solo el ardor de la juventud, sino la conciencia de su propia fuerza.
Estaba al umbral de la tormenta.
Cuando regresó a su aposento,
en los últimos instantes antes de dormir, le pareció oír...