En los palacios de Kiev, donde alguna vez resonaban las risas alegres de los hermanos, ahora se sentía una pesada atmósfera de sospecha y tensión.
Yaropolk, de pie junto a la ventana de su aposento, fijaba la mirada en el patio, recordando los años despreocupados de la infancia que había compartido con Vladímir.
Sin embargo, la realidad presente se asemejaba a una fría trampa de piedra que oprimía sus hombros con el peso de la soledad.
Sentía cómo cada paso suyo resonaba en el vacío del palacio, recordándole la carga del poder que había recaído sobre él tras la muerte de su padre.
Sus consejeros, como sombras, lo rodeaban; susurros semejantes al siseo de serpientes llenaban el aire.
Le hablaban sin cesar del peligro que se cernía desde el norte, del hermano menor que reunía fuerzas en Nóvgorod.
Cada palabra estaba envenenada de sospecha; cada mirada ocultaba un propósito.
Yaropolk sentía cómo lo desgarraban por dentro: por un lado, los lazos de sangre y los recuerdos de la infancia compartida; por el otro, el cálculo frío del político que ve en su propia familia una amenaza.
Recordó el rostro de Vladímir tal como lo había visto por última vez en vida de su padre.
Entonces reían y compartían sueños.
Ahora esos sueños se habían transformado en ambiciones, y la risa había sido reemplazada por el estrépito de las armas.
¿Era Vladímir realmente una amenaza, o solo una marioneta en manos de aquellos que deseaban sembrar la discordia entre los hijos de Sviatoslav?
Esa pregunta lo atormentaba noche tras noche, cuando quedaba solo con sus pensamientos.
La decisión no llegó como un destello, sino como una lenta y dolorosa comprensión.
No podía permitirse la debilidad ni poner en riesgo la estabilidad del Estado por sentimientos fraternales.
Cuando dio la orden de reforzar las fronteras y preparar el ejército, algo dentro de él se quebró.
No era solo un acto político; era una traición a sí mismo y al niño que alguna vez creyó en la indestructibilidad de los lazos familiares.
¿Pero acaso tenía elección?
Cada uno de sus movimientos era vigilado; cada palabra, analizada y distorsionada.
Sentía el suelo bajo sus pies volverse cada vez más incierto; las sombras del pasado se transformaban en amenazas del futuro.
Yaropolk se preparaba para un conflicto que, lo sabía, no solo decidiría el destino del trono de la Rus de Kiev, sino que lo separaría para siempre de aquel a quien alguna vez llamó hermano.
En ese instante dudó:
¿era él el verdadero guardián de la herencia de su padre o solo un ejecutor más de la voluntad ajena?
Sus dudas eran reales; su dolor, profundo; su lucha interior, auténtica.
Pero la historia nunca perdona la debilidad.
Por eso, Yaropolk se preparó para la guerra que habría de resolver la cuestión definitiva:
¿era un hermano que defendía su tierra… o un traidor que alzaba la mano contra su propia sangre?