La noche de Kiev era como una telaraña ardiente, tejida con miles de luces que reflejaban el fuego de la traición, un fuego que consumía las almas de quienes se atrevían a ir contra la corriente.
El aire era denso y opresivo, como el follaje pesado del otoño que sofoca con miedo e incertidumbre;
cada susurro en los rincones oscuros del palacio principesco podía convertirse en una sentencia de muerte.
Vladímir estaba de pie junto a la ventana de sus aposentos, observando cómo las sombras de los conspiradores danzaban sobre los muros del antiguo kremlin, y sentía la mano helada del miedo apretar su corazón.
Recordaba las palabras de su padre, Sviatoslav: “El enemigo más peligroso es aquel que se disfraza de amigo.”
Ahora esa sabiduría adquiría un sentido terrible.
Cada uno de sus movimientos, cada palabra, era analizada y tergiversada para alimentar una nueva conspiración.
Incluso aquellos con quienes compartía el pan y la sal lo miraban ahora con sospecha o con abierta hostilidad.
Su primo, a quien alguna vez le había salvado la vida, evitaba ahora su mirada, y antiguos aliados comenzaban a reunirse en secreto sin invitarlo.
Vladímir sentía cómo el suelo bajo sus pies se deslizaba lentamente; cada paso podía ser el último.
Sabía que Yaropolk, su propio hermano, no se detendría ante nada para destruirlo.
Una noche lo visitó el viejo voevoda Sívets, con el rostro pálido y agotado, y con el terror reflejado en los ojos.
Vladímir comprendió al instante que algo terrible había ocurrido.
Sívets le contó sobre una reunión secreta de los boyardos, en la que se había discutido su destitución y la entrega de su dominio a Yaropolk.
Lo más doloroso fue descubrir que entre los conspiradores había hombres a quienes había considerado sus amigos más fieles.
El corazón de Vladímir se contrajo de angustia; su mente se negaba a aceptar aquella verdad insoportable.
Esa noche no pudo dormir; sus pensamientos golpeaban las orillas de su conciencia como olas desatadas.
Recordó el rostro de su madre, Malusha: su mirada suave siempre le había dado paz.
Ahora esos recuerdos eran su única fortaleza.
Los consejos de su abuela Olga resonaban en su mente: la prudencia, la paciencia, la visión del futuro.
Ahora esos principios eran puestos a prueba, y el precio del error era demasiado alto.
A la mañana siguiente convocó una reunión secreta con los pocos hombres en los que aún confiaba.
Eran aquellos que habían atravesado con él el fuego y el agua, los que le habían salvado la vida más de una vez en la batalla.
Juntos discutieron un plan para enfrentar la conspiración y desenmascarar a los traidores.
Vladímir sabía que eso era solo el comienzo.
Estaba en una encrucijada donde cada elección podía llevarlo a la victoria o a la ruina total.
Debía actuar con rapidez y decisión, pero también con la cautela de un lobo que camina por un desierto de nieve.
Cuando la reunión terminó, los hombres se marcharon, y Vladímir quedó solo.
Se acercó al mapa de la Rus colgado en la pared de su gabinete y pasó la mano por las líneas que marcaban las fronteras de sus dominios.
No veía solo tierras: veía a las personas que debía proteger, el futuro que debía construir.
En ese momento, desde la calle, llegaron gritos y el ruido de cascos de caballos.
Alguien se acercaba al palacio, y un sudor frío le cubrió la frente.
Sabía que el tiempo de las reflexiones había terminado.
Había llegado la hora de actuar.
Respiró hondo, sintiendo el peso de la decisión que acababa de asumir,
y avanzó hacia la puerta —
hacia el destino que lo esperaba del otro lado.