La niebla matinal aún no se había disuelto sobre el campo cuando los primeros gritos desgarraron el aire.
No eran gritos de mando ni de orden: era un rugido primitivo, nacido del miedo, del dolor y de una furia incontenible.
Vladímir se encontraba sobre una colina baja, con las manos firmemente aferradas al puño de su espada.
Veía a sus guerreros lanzarse a la lucha, unidos no tanto por la disciplina como por la desesperación.
No era solo un conflicto físico —era un torbellino de emociones donde cada golpe de acero reflejaba una ruptura interior.
Su propio valor era frío, calculado.
No era el arrojo ciego de un joven, sino la determinación de acero de un hombre que comprendía el precio de cada instante.
Cuando el combate cesó y el enemigo comenzó a retirarse, un silencio sombrío se extendió sobre el campo.
Pero cada victoria tenía su precio.
Vladímir caminó entre las filas de sus hombres.
Contemplaba aquel infierno, y su corazón se oprimía no solo por la angustia, sino también por la conciencia de su responsabilidad.
Su mente ya buscaba los puntos débiles en las líneas enemigas.
La ira le daba fuerzas para seguir luchando,
y la ansiedad le recordaba lo cerca que estaba siempre el final.
Levantó la mano, y el cuerno de guerra resonó con fuerza sobre el estruendo de la batalla.
No era solo una orden: era un acto de creación, el intento de imponer orden al caos.
Sus guerreros, al escuchar aquel sonido familiar, se reagruparon instintivamente.
El avance desordenado se convirtió en una cuña disciplinada.
El aire en el campo era una mezcla eléctrica de furia y tensión.
Vladímir la veía en los ojos de sus hombres —en las pupilas dilatadas de los jóvenes,
en los rostros curtidos de los veteranos.
Aquel grito estaba cargado no solo de dolor físico.
No era una pérdida abstracta.
Eran vidas concretas, rostros conocidos.
Vladímir comprendía ya que cada triunfo dejaría tras de sí una huella de dolor y ausencia,
y que su propio destino estaba entrelazado para siempre con esos gritos en el campo de batalla.
El campo parecía una criatura viva.
La tierra bebía la sangre salada y gemía bajo los pasos pesados.
El aire era espeso de polvo, de sudor, y de ese indescriptible olor del miedo que emana de cada hombre ante la muerte.
Uno de sus compañeros de infancia cayó atravesado por una lanza.
Otro, un joven del pueblo junto al Dniéper, gritaba mientras sostenía su brazo herido.