La oscuridad se deslizó sin aviso, como traída por las sombras que rodeaban a Vladímir en su aposento principesco.
Se encontraba sobre el mapa de campañas, la llama de la vela proyectaba sombras inquietantes sobre los rostros de sus consejeros, y el aire estaba cargado de secretos no contados y del miedo a quién sería hoy amigo y mañana podría convertirse en instrumento de traición.
Cada susurro detrás de su espalda se sentía como una hoja fría; cada mirada esquiva adquiría un significado siniestro.
Las palabras de su abuela Olga resonaban en su memoria como un toque fúnebre:
“Las heridas más profundas no las infligen las espadas enemigas, sino la traición de aquellos a quienes abriste tu alma.”
Esa sabiduría era ahora su único consuelo.
Incluso entre sus guerreros más leales se filtraba la duda: ¿quién anhelaba el poder, quién conspiraba secretamente con Yaropolk, quién aguardaba el momento justo para apuñalarlo por la espalda?
Una noche lo visitó Sveneld, el viejo voivoda cuya lealtad alguna vez pareció inquebrantable.
Sus palabras eran cautelosas, medidas como si fueran probadas a la fuerza, y sus ojos buscaban la verdad en el rostro del príncipe.
Vladímir observaba cómo los dedos de Sveneld jugueteaban discretamente con el borde de su abrigo, cómo su mirada se detenía fugazmente en el sello sobre la mesa.
Era un lenguaje corporal que la dura realidad del poder le había enseñado a leer.
Mientras tanto, en el campamento se esparcían rumores, venenosos e insidiosos como la niebla otoñal.
Se decía que uno de los milicianos se encontraba secretamente con un mensajero de Yaropolk.
Otros hablaban de que el gobernador de las tierras fronterizas planeaba una conspiración, confiando en la indulgencia del hermano mayor.
Vladímir escuchaba estas noticias, y cada una dejaba una grieta en su alma.
Lo que más lo impactó fue enterarse de que una persona a quien había considerado amigo desde la infancia estaba en el centro de las sospechas.
Alguien cuya valentía en el combate le había salvado la vida en más de una ocasión, ahora se encontraba bajo la sombra de la traición.
Largas noches Vladímir pasó reflexionando, sopesando cada palabra y cada gesto.
Tomar una decisión era doloroso.
Por un lado, la paranoia podía alejar a sus verdaderos aliados; por otro, la ingenuidad podía costarle el trono y la vida.
Se encontraba en una encrucijada donde cada camino estaba sembrado de espinas de duda.
Una noche salió del campamento y caminó hasta el río.
El agua fluía tranquila e imperturbable.
Al regresar al campamento, sabía que al amanecer tendría que tomar una decisión que definiría no solo su destino, sino también el futuro de toda la tierra.
Antes del alba, Vladímir se situó junto a su tienda y contempló cómo los primeros rayos de sol tocaban las copas de los árboles.
En ese instante sintió cómo el peso del poder se posaba sobre sus hombros, transformando los ideales juveniles en el cálculo frío de un gobernante adulto.