El sol, que se ocultaba tras el horizonte, dejaba en el cielo rastros de sangre, como si advirtiera a Vladímir sobre las consecuencias de sus decisiones.
Se encontraba en el alto balcón del palacio, sintiendo cómo los pensamientos pesados se agolpaban en su mente como nubes oscuras antes de la tormenta.
El aire estaba cargado de incertidumbre; cada respiración le costaba, como si intentara inhalar el futuro y exhalar el pasado.
En su imaginación surgían dos figuras: su abuela Olga con sus inquebrantables principios morales, y los rostros fríos de los consejeros que susurraban sobre la necesidad de decisiones severas.
Vladímir escuchaba sus voces incluso en el silencio: “El honor es solo una palabra, pero el poder es la realidad.”
Pero otra voz, suave y tierna, la de su madre Malusha, le cantaba nanas, recordándole que la verdadera fuerza no reside en la espada, sino en la pureza del alma.
El monólogo interior de Vladímir era como un río desbordado que golpea contra los acantilados de la duda.
¿Podría alzar la espada contra su propia sangre, contra su hermano, y luego guiar a su pueblo hacia un futuro brillante?
¿No se convertiría cada victoria obtenida a costa de la traición en una piedra sobre su conciencia?
Recordaba el rostro de Yaropolk cuando eran niños, corriendo juntos por los campos alrededor de Kiev.
Esos recuerdos ahora dolían como una herida abierta.
Las ambiciones le susurraban que el trono valía cualquier precio, que la historia solo recuerda a los vencedores.
Pero algo profundo dentro de él gritaba que la victoria obtenida a costa de la pérdida de su humanidad era, en realidad, una derrota.
Tomó en sus manos su tridente, símbolo de poder, y sintió su peso, como si absorbiera el destino de miles de personas.
Vladímir miró su punta, apuntando al cielo, y reflexionó sobre el camino que se extendía ante él.
Un sendero prometía poder y grandeza, pero dejaba tras de sí cenizas de ideales traicionados.
El otro requeriría coraje para mantenerse fiel a sí mismo.
La noche descendía sobre la tierra, trayendo consigo el frescor y la claridad de las estrellas.
Y en ese momento, Vladímir sintió la determinación.
No llegó como una explosión, sino como un silencioso reconocimiento: su fuerza debía surgir no del ansia de poder, sino de la profunda comprensión de la responsabilidad.
Vladímir eligió un camino donde el honor no era opuesto a la ambición, sino su cimiento.
Avanzaría llevando sobre sus hombros no solo el deseo de vencer.
Al regresar al palacio,
las estrellas sobre Kiev brillaban intensamente.