La niebla aún cubría las llanuras al pie de los Cárpatos cuando Vladímir ascendió a una colina para inspeccionar la disposición del ejército de los croatas blancos.
El aire era fresco y cortante, cargado del aroma de la tierra húmeda y de los bosques distantes.
Su caballo golpeaba impaciente con el casco, como si sintiera la misma tensión que su dueño.
Ante él se desplegaba un panorama que habría intimidado a cualquier otro voivoda: numerosos campamentos enemigos dispersos por el valle, como hongos tras la lluvia.
Pero en los ojos de Vladímir ardía no el miedo, sino el fuego de la determinación.
Recordó las palabras de su abuela Olga, que resonaban en su memoria como un antiguo encantamiento:
"La fuerza de un gobernante no está en la espada, sino en la mente que une lo disperso."
Los croatas blancos estaban fragmentados en clanes, cada uno con su propio líder y sus propios intereses.
Su poder residía precisamente en esa fragmentación, que los hacía invulnerables a un ataque directo.
Pero Vladímir no veía solo al enemigo; veía los fragmentos que esperaban la mano de un maestro para ensamblarse en un todo.
Su plan no nació en la tienda durante un consejo militar, sino en el silencio de la noche, mientras contemplaba las estrellas buscando respuestas.
En lugar de concentrar todas sus fuerzas en un solo campamento, dividió su ejército en pequeños grupos móviles.
Cada unidad recibió instrucciones claras: no destruir, sino bloquear, empujar, generar presión.
Debían actuar como lobas, distinguiendo a los débiles de los fuertes y apuntando con precisión al punto más vulnerable.
Los primeros enfrentamientos fueron rápidos y brutales.
Las espadas brillaban bajo la fría luz del sol; los gritos de los heridos se mezclaban con el rugido de los vientos provenientes de las montañas.
Pero Vladímir no comandaba la batalla desde lejos.
Estaba entre sus hombres; su capa roja se convirtió en un punto de reunión alrededor del cual se libraba la lucha más feroz.
No solo daba órdenes, sino que sentía, veía y percibía la batalla.
Cuando uno de los líderes croatas lo desafió, Vladímir aceptó, y sus espadas chocaron con una furia que resonaba más allá del campo de combate.
Pero la verdadera batalla no ocurría en ese duelo.
Se libraba en las mentes de quienes observaban.
Vladímir ordenó a sus guerreros capturar y no matar.
Los líderes capturados eran llevados ante él, y hablaba con ellos no como enemigos vencidos, sino como futuros aliados.
Les hablaba del poder de Rus', de la protección que ofrecía.
Cuando el último líder croata depuso las armas, reinaba no solo el silencio, sino también la sensación de algo nuevo nacido entre el dolor y el fuego.
Vladímir se encontraba entre sus hombres, su rostro cubierto de polvo y gotas de sangre, pero en sus ojos ardía el fuego del triunfo.
No era solo la victoria de un guerrero, sino del estratega, del unificador.
No conquistó solamente la tierra; unió tribus dispersas bajo un solo mando, demostrando que la fuerza reside en la unidad.
Ese día otorgó a Vladímir no solo autoridad entre sus hombres y súbditos, sino también una profunda fe en su propio destino.
Sintió que su camino no consistía únicamente en batallas y conquistas, sino en la unión de toda Rus', en la creación de un estado poderoso y unido.
Esa fe se convirtió en un fuego interior que iluminó sus pasos, guiándolo hacia nuevos desafíos y nuevas victorias.