El sol vespertino se ocultaba tras las cumbres de los Cárpatos, tiñendo los valles de los Dulibos con un rojo sangriento que recordaba a Vladímir el precio de cada territorio conquistado.
Las sombras de sus guerreros se alargaban sobre la tierra, como fantasmas de batallas pasadas que infundían dudas incluso en los corazones más valientes.
Vladímir permanecía sobre una colina, observando el campamento de los Dulibos derrotados, y sentía no solo el triunfo, sino también el peso del poder que se posaba sobre sus hombros como un yugo de piedra.
Sus consejeros insistían en políticas de castigo severo, pero la voz de su abuela Olga resonaba en su memoria como un sabio consejo: era mejor construir ciudades que destruirlas.
Vladímir suspiró profundamente, sintiendo la lucha interna entre el deseo de castigar a los rebeldes y la necesidad de forjar una alianza duradera.
Sabía que los Dulibos eran un pueblo orgulloso, con profundas tradiciones, y que la simple fuerza de la espada no podía garantizar una paz duradera.
A la mañana siguiente, Vladímir convocó un consejo con sus comandantes.
Algunos, endurecidos por la guerra, exigían castigar a los ancianos Dulibos por su resistencia.
Pero Vladímir escuchó atentamente y, de manera inesperada, propuso un camino diferente.
Ordenó traer ante él al líder Dulibo, Svitozar, herido en la batalla pero no despojado de dignidad.
El encuentro tuvo lugar en la tienda de Vladímir, donde el aroma de hierbas medicinales se mezclaba con el del bosque.
Svitozar, un hombre de edad avanzada con ojos penetrantes, miraba a Vladímir sin temor.
Vladímir le ofreció no una rendición, sino una alianza: los Dulibos conservarían sus costumbres y sus tierras, pero reconocerían la autoridad de Kiev y pagarían tributo.
Además, Vladímir prometió protegerlos de amenazas externas.
Svitozar guardó silencio durante un largo momento, estudiando el rostro de Vladímir, intentando discernir si era un engaño o una oferta sincera.
Sabía que su pueblo estaba agotado por la guerra, pero también temía perder su identidad.
Finalmente, respondió: “Estamos dispuestos a reconocer vuestro poder, pero no somos esclavos. Construyamos la paz como iguales, no como vencedor y vencidos.”
Esta respuesta conmovió profundamente a Vladímir.
Comprendió que la verdadera fuerza no reside únicamente en el poder militar, sino en la capacidad de respetar a los demás.
Se selló un acuerdo que incluía concesiones mutuas: los Dulibos mantenían autonomía interna, pero se integraban a Rus’ en política exterior.
Vladímir incluso propuso matrimonios entre su nobleza y las familias Dulibos para fortalecer la alianza.
Sin embargo, no todos aceptaron el pacto.
Entre los guerreros de Vladímir se extendió el descontento, especialmente entre aquellos que ansiaban vengar a compañeros caídos.
Un comandante, Dobrynya, expresó abiertamente sus dudas:
"¿No nos volveremos débiles con tanta indulgencia?"
Vladímir respondió con firmeza pero con comprensión:
"La fuerza no está en la crueldad, sino en la sabiduría. No construimos un imperio de miedo, sino una Rus’ unida."
Esta tensión entre las antiguas costumbres y el nuevo camino puso a prueba a Vladímir.
Pasaba horas reflexionando, recordando las lecciones de su abuela Olga sobre diplomacia y de su madre Malusha sobre compasión.
Su corazón se debatía entre el deseo de ser un gobernante justo y la necesidad de mantener la disciplina entre sus subordinados.
Los acontecimientos en las tierras Dulibos marcaron un punto de inflexión para Vladímir.
Comprendió que la conquista era solo el inicio, y que el verdadero arte de gobernar residía en unir distintos pueblos bajo una sola bandera.
Pero nuevos desafíos ya se vislumbraban en el horizonte: rumores de amenazas de los búlgaros que podían quebrar esta frágil paz.
Vladímir se preparaba para nuevas pruebas, consciente de que cada decisión abriría el camino a futuras batallas, tanto externas como internas.