La niebla se extendía sobre el río, como un sudario blanco que cubría el campo de la futura batalla. Vladímir se encontraba sobre una colina, sintiendo cómo cada célula de su cuerpo cargaba con el peso de la decisión tomada, un peso capaz de determinar el destino de toda Rus’.
Los búlgaros no eran solo un enemigo más; eran una prueba en el camino hacia un gran estado, un desafío que cuestionaba la posibilidad misma de unificar los territorios bajo una sola bandera.
El ejército búlgaro se alineaba en la orilla opuesta, sus armaduras metálicas brillaban a través de la niebla como escamas de un poderoso dragón listo para atacar. Vladímir sentía su corazón latir, no por miedo, sino por la conciencia de la magnitud del momento.
Esta batalla no era solo por tierras o recursos; era por el derecho a construir el futuro, por la facultad de unir tribus dispersas en una fuerza capaz de enfrentar cualquier amenaza.
Las primeras flechas silbaron en el aire y la batalla comenzó.
Los gritos de los guerreros, el choque de las armas, la respiración agitada de los animales creaban una sinfonía de caos y valentía. Vladímir, al frente de su drużyna, se lanzó al corazón de la línea enemiga. Cada golpe de su espada no solo destruía al adversario, sino que era un paso hacia el establecimiento del poder de Rus’.
Veía los rostros de sus guerreros, curtidos por el viento y el sol, llenos de determinación y fe en él, y eso le daba fuerza.
La batalla alternaba entre enfrentamientos furiosos y momentos de calma, convirtiéndose en una prueba de resistencia. Vladímir comprendió que la victoria requería no solo fuerza física, sino pensamiento estratégico.
Ordenaba a sus unidades maniobrar, aprovechar el terreno, atraer al enemigo a trampas. Cada orden formaba parte de un gran juego, un juego por el futuro, donde la vida de miles estaba en juego.
Cuando el sol comenzó a inclinarse hacia el ocaso, quedó claro que los búlgaros empezaban a perder iniciativa.
Sus filas se dispersaban, y la voluntad de luchar se debilitaba bajo la presión de la determinación de los guerreros rusos.
Vladímir, cubierto de polvo y sudor, sintió un instante de triunfo, aunque mezclado con amargura.
Observaba el campo cubierto de cuerpos y comprendía el precio de la victoria. Cada guerrero caído no era solo una pérdida, sino un recordatorio de la responsabilidad que descansaba sobre sus hombros.
El ataque final de los rusos fue como un elemento desatado.
Los búlgaros, habiendo perdido muchos hombres y la sensación de superioridad, comenzaron a retirarse.
Su incursión en Rus’ terminó en derrota, pero Vladímir no sintió alegría.
Se mantuvo entre los escombros del campo de batalla y miró el sol poniente, que bañaba la tierra de un rojo intenso, como símbolo de la sangre derramada.
Esta victoria fue un paso importante en la lucha por la unificación y defensa de Rus’, pero también mostró cuántos desafíos aún le esperaban.
Vladímir comprendió que los enemigos externos siempre intentarían aprovechar cualquier debilidad del estado, y solo la unidad y la fuerza podrían detenerlos.
Sintió que esta batalla era apenas el comienzo de un largo camino, un camino que requeriría de él no solo la valentía de un guerrero, sino también la sabiduría de un gobernante.
Al regresar al campamento, Vladímir pensaba en el futuro.
Sabía que los próximos pasos serían aún más difíciles, que tendría que enfrentarse no solo a amenazas externas, sino también a conflictos internos, dudas e intrigas.
Pero la victoria de hoy le daba fe en que era capaz de guiar a Rus’ hacia la grandeza, de convertirla en un estado poderoso digno de sus antepasados y de las generaciones futuras.
La noche tras la batalla fue silenciosa; solo el viento susurraba entre los túmulos funerarios, como cantando una canción en memoria de los caídos.
Vladímir permaneció vigilante, mirando la oscuridad, sintiendo cómo los pensamientos sobre el futuro se entrelazaban con las imágenes de batallas pasadas.